Querido director o sheriff o alguacil
adjunto,
soy un humilde perro residente en una capital del sur del mediterráneo y aprovechando el pusilánime estado del frente insectívoro en la guerra veraniega contra mi piel, me animo a escribirle estas líneas.
Mi queja, airada a rabo impaciente, se
centra en las sirenas varadas y moribundas que asolan las ciudades.
Estoy yo a menudo disfrutando de una siesta rotunda, en mi merecida
condición aristocrática, mientras digiero panzudo la comida que se
me sirve, cuando soy sobresaltado como si no hubiera mañana por una
agonía, que los de su especie deciden armar en un carro andante o
furgoneta, y así pasearla por la infinita ciudad. Me refiero al
calvario portátil y transhumante de las ambulancias, diseñado por
una mente perversa y maltratadora para torturar a los perros
refugiados de capital, como si no fuere suficiente escarnio nuestra
reclusión en áticos y condominios. Esa alarma apocalíptica que nos
acuchilla los tímpanos por la espalda mientras consultamos la
biblioteca de orines de los parterres, me parece muy hijadeputa.
Tenemos pesadillas nocturnas y nuestra existencia se nubla de
promesas satánicas debido a esa agresión deliberada que ustedes
deciden montar cual concierto sobre ruedas, en un desfile repentino
de la muerte.
Sin más me despido no sin proponer
una alternativa al coro de la muerte que se estila. Escojan por favor
una variante de los tonos y frecuencias empleados, que no torturen a
sus mejores amigos. Y/o opten por unas melodías que no tengan que
ver con el apocalipsis judeoromano. No sólo el dolor y temor aterran
musicalmente, la belleza también logra aterrar a los humanos, palabra de perro.
Atentamente,
Kobe Manuel González Ledesma de
Cañizares
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