Podría existir una figura más allá de la del crítico de arte, la del palpador de obras.
Alguien cuya precisión fuera la del que toca, examina, huele, lame. El que se inmiscuye dentro de la obra y se confunde con ella, como un veterinario avezado.
Podría oír respirar a los escritos, porque hay un momento que se hinchan, y otros que están turgentes, redondos en sus justas palabras, en capacidad plena de ilustración. Cuando se hinchan hay algo de relleno, meandro, menos inspiración.
Y acariciría su aspereza cacofónica, o su liseza eufónica. Porque hay textos que carraspean, y textos limpios como el mármol. Hasta lisos y afortunados, como la piel de un niño.
Y notaría los textos tísicos en su auscultar, aquellos con ritmo inconstante y hasta aleatorio, en contraste al palpitar agradable e insonoro de un texto constante y fibrado.
Una figura que aspirara e inhalase los precipitados de los artistas. Que pudiese extraer un pentagrama de un texto, que destilase la musicalidad en alambique. Un animal que encima imitase luego al autor, después de haberlo sorbido, y hablase como él. Que lograse quitar todos los parapetos que representan una obra, y desnudase al autor que se esconde detrás de ella. Un noqueador de autores en diván. Un científico, animal y empequeñecedor de arte. Miniaturista y veterinario.
Un ser mitad persona mitad obra de arte. Un erudito de la nada. Un centinela de la lucidez.
sábado, 2 de octubre de 2010
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