A la mayoría de chavales del aula en los noventa nos rechinaban los filósofos empiristas. Don Locke y Don Hume venían a cargarse demasiado pronto allá por los 1700 todos los amarres conservadores de la filosofía. Nosotros - hordas de niños de colegios religiosos - y el mundo - masas de gente siglo a siglo instruidas en el redil del racionalismo, el mundo de las ideas platónico, el esencialismo, hasta comulgar con el más allá, la otra vida, la transmigración de las almas - chocábamos de pleno con el más acá mundano y mecánico del empirismo.
El "sólo creo aquello que veo", y "he de abstenerme de todo ese mundo mastodóntico que no veo pero quiero creer" era una abstención demasiado heavy para todo el consumo de esencias, ideas, más allases y omnipresencias, que empleábamos día a día. Es más, a fecha de hoy, en el primer cuarto del siglo XXI, el esencialismo todavía pervive en las mentes del común de los mortales. Ahora que la religión ya la palmó y sólo mata o brama contra la mujer o los homosexuales, y mientras la filosofía agoniza y sólo es usada por barbies y runners de medio pelo en Instagram, el empirismo ha copado de forma natural el ámbito científico sí, pero aún encuentra nuestras resistencias en el día a día en casas y calles.
Una de las afirmaciones de los empiristas que daban más repelús conservador era la inexistencia del yo. A ésta aún nos ponemos de uñas panza arriba para seguir refutándola. Renunciar a nuestro yo, a nuestra identidad, en la época dorada del selfie, del descubrimiento del yo mi me conmigo, es una concesión atroz para el monumento consolador de nosotros mismos que levantamos frente a los demás. Pero Locke, Hume (y Berkeley), tenían razón, aunque sepamos que sus argumentaciones son muy Brexit: si toda la Europa continental es racionalista, vamos nosotros a tensar nuestro empirismo como todo polo hace dramáticamente en una discusión cuando se siente inseguro (origen de la dialéctica, las guerras y los abogados).
El yo no existe. Argumentaban que solamente se da una sucesión de estados mentales, diferentes, dependientes del viento, los estados de humor y las circunstancias... que nosotros hilábamos y titulábamos con un Yo para estabilidad mental de nosotros mismos. A nadie le gusta escuchar estas ideas, recorrerlas genera inestabilidad y cierto vértigo. La razón es que hay cierta dosis de verdad en ellas y por eso no provocan la carcajada clásica de las chorradas sean filosóficas o no (y allí incluyo al tertuliano de Sálvame Sigmund Freud).
La dosis de verdad que nos provoca rechazo es que realmente nuestro Yo parpadea inconsistente más de lo que creemos. Sí, es cierto que nuestro registro de personalidad se repite y se pueden extraer unos patrones constantes más allá de los días, semanas y meses. Pero el yo no lo controlamos tanto como pensamos. Por supuesto a años vista y mirando a la juventud, se dan unas mutaciones más o menos bárbaras que harían dudar a veces que se trata de la misma personalidad. Pero también cualquier lunes o cualquier jueves las circunstancias rebasan los estándares del Yo que creemos tener funcionando y no somos conscientes de lo incontrolable de nuestra personalidad. Un gran ejemplo es la fatiga, el cansancio. Actúa como un obturador o pantalla de la realidad. La fatiga provoca una configuración mental diferente, un paisaje de neurotransmisores alterado respecto al modo de reposo. No sólo facilita que mengüe dramáticamente la paciencia o se sea más proclive a los improperios en una versión más hulk de nosotros mismos, sino que nos convence totalmente que la realidad es impepinablemente como la sentimos nosotros en aquel momento. El mundo, cansado o no, es otro. El mundo, animados, optimistas, o no, es otro. La realidad, en el trastorno de la depresión es psicóticamente otra. Nuestro yo es más inconsistente de lo que creemos, la personalidad tiene algo de pasajera. Ese pedestal identitario se ve derrocado por los sismos estresantes y emocionales, no digamos ya por la sarta de mentiras que se pueden colar desde que se inventaron los chats, los photoshops, los facebooks y los instagrams, donde la virtualidad permite confeccionar una personalidad a la carta. Cuanto uno más defiende su yo, más le roen esas ratas empiristas en las contradicciones de una vida.
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