Echaba en falta menos pluralidad en la Historia de la filosofía. Se presentaban a las decenas de filósofos como versiones distintas de la verdad. No dejaba de ser un gallinero secular de la verdad. Esa verdad, la respuesta correcta, toda aquella jauría de intelectuales no éramos más que niños empollones y precoces buscando el diez en la pregunta más compleja a resolver. Adolescentes esencialistas, parmenídeos, estructuralistas de sangre, que habíamos mamado la religión de pequeños. No hacíamos otra cosa que sacudirnos de dogmas, en esa ardua batalla biográfica de los intelectuales contra la tutela moral de la idea de Absoluto. Había un eje vertical que todo lo transía, y la carcasa de nuestro pensamiento pivotaba sobre esa verticalidad de planos. El pensamiento llano, echado, horizontal, no sucedería hasta que se rompiera aquel eje. La megalomanía de todo filósofo, intelectual, político o empresario, está en funcionar todavía con ese eje vertical ascendente. Aquellas versiones de la verdad de la Historia de la filosofía no eran más que literatura (deforestada de adjetivos). Pero llamar literatura a la religión o a la filosofía era o una herejía o un sinsentido dentro de las coordenadas trascendentales de lo vertical. Decir que la religión cristiana era una mitología o que la filosofía occidental era una literatura resecada de adjetivos era demasiado ofensivo y genialoide para la época.
Todos necesitan un sentido de la vida, todos debemos tener respondida esta pregunta de forma explícita o implícita. Nadie funciona con un vacío en la respuesta. Otra cosa es que nos convenga aparcar el cuestionárnosla explícitamente unos años o toda la vida. Se puede esquivar su planteamiento durante décadas, el ser humano es especialista en ello. Es lo común aplazarla, en el orbe hay los filósofos justos. Aquellos que nada más estrenada la facultad de raciocionio en la adolescencia se ponen a utilizarla de forma intensiva. Lo normal no es abordar la pregunta sobre el sentido de una vida de forma tan explícita, fabril y exhaustiva. Quiero creer que también se da en aquellos con una extrema vocación hacia la vida, aquellos cuya respuesta al sentido de su vida es algo urgente y extremo, que no pueden vivir con una respuesta aproximada, sino lo más precisa posible por la importancia de su vida misma para ellos. Creo que la filosofía es una forma extrema de vitalismo, pese al enrarecimiento que produce en la propia vida, la suspensión que provoca, su abstracción que parece abandonar los cuerpos. El filósofo sorbe la vida al máximo con las cañas de su análisis intelectual, rebaña la realidad a base de conceptos, crea un elixir mental concentrado del mundo porque en el fondo ama vivir en ese mundo al cual se pone a hacerle y picar una cantera obrera de ideas. Al filósofo no le importa ser un obrero impagado de este mundo, un fajador, romperse la cabeza, porque en último término ama este mundo. La admiración aristotélica como origen de la filosofía lleva implícita antes una atracción esencial del filósofo hacia el mundo.
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