Aquel julio nos afiliamos Xavi y un servidor a nuestra sociedad de dos tímidos, tras varios años para romper ambos hielos, continuando fieles y afines cada verano. De entonces en adelante puede ser que hiciéramos toques de fútbol de a dos, nuestro principal pasatiempo, más de un millar de veces. Que bailásemos cómplices de San Juan hasta la Diada en la pista, todas las canciones sentidas de un verano. Que hiciéramos listas y rankings de las chicas que más nos gustaban de la calle de Vip's, orillados en nuestra timidez. Y que pasáramos por el tamiz de nuestra tertulia los acontecimientos y gentes de nuestro grupo, chequeando la realidad en una comunión y visto bueno de a dos. El tercer cómplice de los veranos era Marcel. Junto a él nos denominábamos "Los tres pardillos", por nuestro retorno continuo de la calle de Vip's, la calle de fiesta, sin haber ligado ni por asomo. Como un país pintoresco de la periferia, en esas olimpiadas adolescentes nos limitábamos a participar, según el barón de Coubertain. Nos dedicábamos al deporte sexagenario de mirar desde la barrera. También ignorábamos la importancia del dóping. Buena parte de nuestros competidores acudía con la ligereza y el aplomo del alcohol, mucho mejor adaptados a ese ecosistema. Salir de fiesta siempre ha sido una peregrinación. Adolescentes y adolescentas que acuden a un mercado común como llevados por una gran flauta de Hammelin sonando invisible. Quien no acude es una minoría desplazada, porque no le dejan o cultiva aficiones barrocas, ya que los instintos de la mayoría sintonizan atraídos por el nuevo hábito. Siempre uno del grupo ha ido ya en la ciudad, o el otro tiene hermanos mayores que lo llevaron un día, y esos tiran de cada grupo hasta la gran convocatoria común en la nueva ágora de los tiempos. Su aforo multitudinario sienta cátedra sobre el hecho de que se trata de un proceso natural. Las discotecas son instituciones normalizadas como el colegio y los clubes federados. Para la estupidez del adolescente la magnificencia o decadencia del entorno de una discoteca es especialmente llamativa. Con su mente colmena el verlas atestadas reafirma su voluntad de estar, no hay mayor consenso para el adolescente que la presencia. Después el olfato a mayoría de edad queda saciado en esa atmósfera, como si fuesen habitaciones del futuro, escenarios de un teatro indefinido e incierto sobre la edad adulta, que atraen como un gran ojo escénico. Todo escoltado por la música, elemento que no cesa sumiéndolo todo como en una gran noria de tres, cinco horas. La música es la gran sustancia que camufla todo, que acaba dando sentido, todos sostienen la historia y se sostienen bajo la gran red de la música. Y no se peregrina cada noche del verano, o cada sábado laboral durante años, a escuchar música. El mundo no está lleno de tanto melómano. Salir de fiesta ocasiona el gran encuentro erótico de una forma orgánica. Los instintos y hormonas estrenados se realizan en estas ferias. La masa flotante de adolescentes afluye a verse, a gustarse, portan las flechas de su erotismo que allí se precipitan en diana y cobran forma. Son portadores de una energía que debe direccionarse, entomar su sendero. El tinglado mastodóntico de las discotecas es una gran carpa de una feria de energía erótica, ese es el gran sentido subterráneo de todo. Empieza la gran aventura erótica cuando esa energía está personificada ya en alguien del otro bando, focalizada y no desparramada, y se le sigue cada semana, se auscultan sus miradas escaneando interés, se catapultan sentimientos en tertulias grupales. Si el deseo desarrollado es correspondido, la energía entra en trance y viene la fase de dejar miguitas de pan avanzando el pelotón de miradas y gestos unos cuantos pasos. Si finalmente se entabla una conversación inflamada de sentimientos y comienza un noviazgo, se alcanza el cénit de la experiencia del bandido adolescente y se pisa el cielo unas cuantas semanas. Después, curiosamente, hay mucha probabilidad que los novios adolescentes se den de baja de los congresos discotequeros, salgan de la calle y se vayan al cine, hasta una nueva alta en el régimen de solteros.
Realmente no sé si nos gustaban las discotecas. Si aquello que era nuestra misa diaria o semanal tenía sus elementos soportados a nuestro pesar. Ni todos los locales eran de diseño deslumbrantes ni ponían música como en la Cavern de Liverpool. En cada pueblo o ciudad te encontrabas lo que había. Nuestro primer local a los catorce años, Hollywood, era un recinto viejuno con madera requetebarnizada para atraer alemanes en los setenta, que con la oscuridad pasaba por los pelos nuestros sentimientos de rechazo. Muchas discotecas iluminadas de día son museos de los horrores. A pesar de eso, y que de comer ese año tocaba Chimo Bayo y Doctor Alban te gustase o no, como párvulos de discoteca nos bastaba con poder charlar y tontear con nuestra primera novia en esa mámpara ambiental que provocaba la oscuridad, el ruido de la música y el ambiente vanguardista para nuestras vidas de la discoteca. Otra vez más, facilitar esos encuentros justificaba cierto cutrerío y hasta a Chimo Bayo.
De mayores tuvimos que digerir alguna canción ridícula, idas de oda de dj's, aglomeraciones con donantes de sudor, cobras y calabazas, venenos de garrafón, y gemelos sobrecargados por querer irnos hacía horas y quedarnos no sabíamos muy bien por qué, vemos dos canciones más a ver cual ponen y ya. Como feriantes expertos, cada vez iba perdiendo un poco el encanto de la peregrinación, a la vez que la especulación con la bebida tenía números de cotizar al alza. En nuestro caso, la de los niños de mi comunidad de apartamentos, la transgresión con las drogas fue mínima por no decir abstemia, por lo que perdimos un vulcanismo interesante en aquellos tiernos y pacatos años.