Una mujer puede remontar con meses de cuidado estílistico y años de dedicación, una tocha, un tabique nasal prominente de esos que tienen rojeces en su cresta ósea, larga y saliente, por ser la cima a la intemperie de los vientos, de tanto tejido y venas que contiene la molicie.
Pero una tocha masculina, eso no lo remonta nadie. No ha llegado la estética a estas latitudes de siglo, a sofisticaciones y arreglos que puedan disimular y embellecer un narizal óseo en la faz del hombre. Siempre será un Gonso, una napia allá plantada donde los niños podrían jugar a la escalada con sus muñecos y micromachines. Una colina publicitaria desperdiciada donde cabrían carteles bifrontales y complementarios.
Esa pirámide francófona y hebrea, que puede llegar a provocar accidentes de tráfico, no hay despiste estilístico que la camufle. El portante está condenado a construir su biografía a partir de ella, fosas faraónicas, molicie omnipresente y okupa de la identidad.
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