Tengo el blog más dejado que el parque de atracciones aquél de Chernobyl.
En el aire de ese parque no flota ningún gramo de estética. Es una estampa desolada, donde reside la soledad y sólo ella se monta a las atracciones y silba entre los matojos que intentan borrar la imagen. Uno de los pocos rincones donde no opera la cosmética. Porque el ser humano es un ser cosmético. En cualquier calle donde no haya aceacido un desastre nuclear, todos jugamos a lo bonito.
Tiendas con contabilidad perentoria que dan la impresión de comercios brillantes y consolidados, pese a que les queden dos días de apertura y existencia; paseantes mudados y esbeltos, sin atisbo de pesares, aunque la procesión vaya por dentro desfilando hacia casa, donde el polvorín seguirá desgastando y desestabilizando hasta dios sabe qué cuneta; calles y arquitectura de burbuja inmobiliaria, condenada a ser degradada y volverse deprimente a los ojos, como en un pueblo, país, continente, bananero.
Tendemos a mostrar una corteza bonita y estable, como un bastón al que asirse, un caparazón inmediato en el que subirse mientras tanto. Nadie se imagina unas calles con gente descuidada, tiendas feuchas pero con óptimo producto y cuentas que no jadean, calles de esas estadounidenses cuarenta años iguales pero cuarenta años resistentes y vigentes. Lo moderno, lo cosmético, cabalga por inercia temporada tras temporada, en un equilibrio poco sostenible.
Al final, cualquier calle de este país es un gran decorado de muñecos que aparenta ser bonito y resistente. Dentro, parejas en crisis, comercios con el agua al cuello, alcaldes perdidos, y niños ricos ignorando un destino mucho más austero, siguen jugando a la canción del verano, mientras el tiempo ronco, carraspea advertencias poco audibles para los ingredientes del sorbete cosmético planetario.
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