En épocas pasadas más litúrgicas, cuando la silueta del mundo estaba más difuminada, su esbozo hecho a trazo más grueso, lo simbólico era aquella bisagra que permitía ocupar y encajar en esos espacios inciertos. El símbolo tenía más demanda y una función más definida. Por ejemplo, la sexualidad entendida como símbolo copaba cuasi en monopolio la significación de entrega en una pareja.
Hoy en día puede ser que no sepamos a dónde vamos, pero el mundo se nos presenta más definido, el dibujo de todo más sofisticado, y el trazo fino y al detalle. La arborización del mundo se ha ramificado en definición con el pasar de los años, desde nuevos materiales de construcción a gigas, megas y teras; lecturas del código genético; y hasta una gama de krispies, frosties y all-brans que supera la imaginación. Por suerte, todos somos más científicos queramos o no, pues hay una ciencia que se come, que te la encuentras, que la consumes. Esa ingesta, inevitable, es una incorporación de ese mundo al detalle de trazo fino contemporáneo.
El símbolo se ha ido excretando por vía natural, un destierro de lo que tenía algo de superticioso y a la vez mágico, pues se vertía en él una energía psíquica importante. Que se agoten los símbolos no es bueno ni malo, es otra forma de funcionar psíquica diferente.
Los símbolos colonizaban los instintos. Territorialidad, sexualidad, supervivencia (vía ultratumba). Aquellos interrogantes perpetuos encarnados, que son como un cable de alta tensión pelado, sin resolución chispeando, en el aire.
El patriotismo también es un símbolo por cierto, un asidero mental donde descargar esas tensiones. Otro tipo de atajo más fuera del sendero de la racionalidad, para llegar antes a un sitio y quedarse, ajeno a evoluciones.
Pronto, los símbolos serán de pobres.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
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