Valle central de Costa Rica, lluvia y nubes ahí afuera sueño y cansancio adentro.
Regreso de un intraviaje por el destino pendiente de la costa caribeña, Cahuita y Limón.
La vegetación en Costa Rica no se acaba nunca, es un país tapizado concienzudamente, donde la playa empieza en la orilla de la selva, la carretera avanza como asfalto forzado entre miles de árboles y, cientos de ardillas nunca pisarán el suelo. Costa Rica sólo puede ser verde oscuro. Una pixelación verde en la mirada al paisaje que acaba fatigando un poco la estética de uno, ese niño profesor de arte que llevamos dentro y se queja de la uniformidad.
¿Y qué combina bien con el verde? Rápido y por lo visto, como respuesta demográfica, como que deben pegar esa tribu de parejas de treintañeros rústicos, de mirada afable, ropas de Decathlón o equivalente, que no de rastro, mochila al hombro, espaldas más bien anchas, clase media y voluntad hippy.
Pero un modisto poético, diría que con el verde costa rica pegaría bien el blanco, y el azul celeste. Zonas y huecos y paredes de blanco a crear, símbolos de civilización y anticiudad, arte humano paralelo, ríos de modernidad zen, bancos asiáticos en este parque natural, rotulaciones de progreso a juego.
Y todo el complementario azul celeste del mundo que frenase cualquier desmesura del progreso suplementario y de lo humano.
Tras esta bandera lírica, ejercicio de utopía que aún no sé muy bien donde la cogí estos días, me remonto al sábado noche, apoyado el mentón entre las manos, sobre el bordillo de la piscina del hotel selvático, y mirando el cielo estrellado sobre la playa a través de palmeras.
Me daba cuenta entonces donde estaba, y de donde venía, tras la magia cognitiva de los vuelos. Y pisaba, escuchaba, olía ese lugar presente, y al mismo tiempo sentía lo remoto que era ese edén, que hasta me parecía a ratos un decorado. Como a quien le cambian su habitación un día, por otra maravillosa, y sabe que la va a tener que dejar pareciéndole entonces menos real o más decorado. Unas vacaciones decoran el paisaje y la tierra de uno, pero no penetran en su identidad.
Y a la vez me parecía excesivo vivir en ese paraíso, y me resultaba extraño también vivir con una mujer ideal, por gastarla, pisarla, consumirlos como un chicle.
Los ticos no deben apreciar tanto su mirada como un habitante del desierto mediterráneo, aunque lo sienten suyo sudando entre salitre y olor a plástico floral, bañados en aceite de coco y viendo en verde oscuro. Seguro que su conciencia es más ecológica, y son más reconciliados, o vacunados contra los gadgets civilizadores.
Y yo no sé hasta qué punto para mí resultará más un Gran decorado, o una ética pendiente conmigo mismo en lo que a habitat se refiere.
¿Se puede ser más feliz en la selva anticiudad. En el retorno a los orígenes. A lo básico, a reinventar una vida sudando entre plácido olor a salitre, y juegos rudimentarios, y naturaleza excelsa, y sonrisas suficientes?
Ah y todos los pueblos costeros de Costa Rica son como calles de camping surferas, pedregosas, polvorientas, con 4 cafés, un súper y dos tiendas de artesanía; guiñando a lo hippy, con árboles de fruta de sobra, robinsonianos, jubiladores de vidas, antisistemas auténticos, pacificadores hasta la saciedad...
lunes, 17 de noviembre de 2008
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1 comentario:
Me está vd. describiendo un pequeño paraíso alcanzable. "Se cansa uno de todo, hasta del paraíso", dijo Paco de Lucía, que estuvo por el Caribe una buena temporada, hasta que se compró un casurrón en Toledo, cansado ya de tanta felicidad. Me atraen esos poblados algo anárquicos. Ahí uno podría dedicarse a ser náufrago sin temor a que nadie le mirara mal, pegarse una buena temporada viviendo con cuatro perras, comiendo cocos, papayas y mangos (o algo parecido) y sin un poco water my friend. (Con la ventaja de cogerse el primer vuelo de retonno al frenesí occidental al primer aburrimiento serio.)
Enhorabuena por sus varios hallazgos escriturales. Modisto poético, voluntad hippy...
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