miércoles, 28 de agosto de 2013

Edimburgo


Mi compañera es urbanita y tras cinco jornadas de Highlands, llegamos a Edimburgo para equilibrar las filias. Estas capitales del frío, a una y otra orilla del atlántico, despiden un olor a comida caliente. No es la especiada y oriental de Amsterdam al salir de Central Staation, donde Holanda huele a Indonesia, a su colonia. Aquí recuerda más al olor neoyorquino, toda la atmósfera, medievalidad aparte, es pariente del frío en Manhattan.
Y Edimburgo es autista, vacía de humanos y vida por arterias centrales, como rehuyéndolos. Centro sin bullicio, más que el turístico y comercial, aislado en calles equix, flanqueadas por calles Y desangeladas, antónimas y ausentes. Cuesta digerir esta compartimentación del bullicio, un centro ciudad bifronte y contrario, algo esquizoide. En general estas ciudades nórdicas ya pecan de toques de queda públicos, ausencias de humanidad apabullantes los domingos, encierros caseros más allá de las seis. Por eso al visitante le invade una sensación autista, mineral, de la ciudad con corazón despoblado, que es asaltada por una cotidianiedad climática extrema.

Ciudad de cañadas y desfiladeros empedrados, molicie grisácea y medieval, de piedra tiznada, bombardeada de tiempo y contaminación. Copada de múltiples chimeneas, que evocan a los deshollinadores y a las canciones de la Poppins y nuestra infancia. Sobrevienen por sorpresa calles institucionales, de edificios oficiales, como sucede en Londres y París. Tramos donde la ciudad se suspende, y la continuidad humana toma un lapso de ministerios, delegaciones y tribunales que la vuelven burocrática y palaciega.

Pasan lobos de mar tatuados, teenagers maquilladas a morteradas, hippies viejunas muy rurales, muy brit; pasan las víctimas de las heridas de la pobreza y el alcohol, mucho colgado, borracho, tullido, palurdo y gente cutre. Toda la decadencia británica con aliento a víscera y alcohol, alejada del radio de la capital del Imperio.

A ciertas alturas del ecuador, inhóspitas y gélidas, la gente se puede colgar, quedar colgada, de estos altillos de sol anecdótico. Hay más riesgo de írsele uno la pinza, que sujeta la cordura, y es venir a estas altitudes del globo, y comenzar a ver por la calle algún loco ya de la otra acera, como aquel tonto del pueblo nuestro siempre presente.

Edimburgo estaba sitiada de españoles, país crítico que nos delata cada vez más de los impolutos italianos, allí éramos dos tribus textiles paseando el casco viejo. Y en los albergues hemos conocido a padres de familia rebotados al mar nórdico por nuestra bomba inmobiliaria, maduros que bregan por un sueldo que enviar a casa, y duermen en un cuarterón de quince camas, tras una cena de sopa oriental de sobre de veinte centavos. Orgullo el justo de pertenecer a según qué colectividades.

martes, 27 de agosto de 2013

Mildness, Eastenders and chips


Mil doscientos kilómetros en cinco días nos han dado para unas Highlands. En los sureños Trossachs, Escocia tenía todos los colores aclarados, sin el turbión del frío y el agua, un croma despejado de verano apacible, la tarde de parque que dura tres meses. Más allá, Glencoe, el vasto valle tétrico, tenía los lomos rizados de verdes y no estaba teñido de desolación. Porque de las capitales al norte, hay unos hiatos de vida, parten inconmensurables valles marcianos sin rastro de humanidad. En Fort William nos desayunamos por primera vez unas patatas y sus steak pies, y hemos ido reponiendo ese cargamento de fécula en el estómago, pues cada vez descargan una carretilla de tubérculo al emplatar lo que sea, y nos empatatan. El engrudo no nos infarta porque lo regamos con "ales", cervezas cremosas, artesanas y pardas que cada localidad fermenta. 

Los Fish&Chips son establecimientos con su propia econometría. La mayoría de ellos siguen inmutables a las décadas, sin modificación alguna ni inversión acometida. El mismo panel de comidas intacto desde los setenta, el mobiliario a juego, local inalterado casi desde su primer día de uso, dependiente-propietario sexagenario defendiendo su modus vivendi. Sal, vinagre, o gravy, tú decides.

Países Altos


Escocia es ir con un lagote a la vera, vayas por donde vayas, lochs y patatas por doquier. El lago más famoso es la patraña del Lago Ness, entorno mediocre comparado con otros parajes menos fantásticos. Como el Glen Affric, subiendo pa Inverness giras a la izquierda hasta Cannich. Un bosque botánico y encantado. Todo el sotobosco está alfombrado de esponjosos arbustos amarillos, violetas y verdes, entre musgos y helechos. Alfombran todo el Glen en conmemoración de la visita de su majestad tú mismo. La naturaleza crea espontáneamente estos bosques multicolores de exposición, con riachuelo, lagos y cascadas como convidados a la fiesta.

Venir en agosto nos ha dado bono para ver el color violeta a lo largo y ancho de Escocia. El resto del año no existe en la paleta del país, sólo en este mes florece el brezo y marca el país con rosas y púrpuras. Ya a las alturas del Affric y Fort Augustus, todo adquiere un matiz más escandinavo y glaciar.

Una multitud de pueblos comienzan por Inver-, Invergarry, Inverlory, Invernoch. Irónicamente esta morada del frío nombra a sus pueblos con la raíz de nuestro Invierno. Visitando este país lo acabas viendo como una compuerta de los océanos. Si fuera por la contribución de nuestra península a la masa oceánica, nos daría para mojarnos los pies a nivel planetario, somos un territorio de evaporación. Hay tanta agua en los mares, por regiones como Escocia que son cadenas hidráulicas descomunales: precipitaciones masivas, torrenteras constantes, reservorios de agua en cada esquina, que van a parar a la mar. Escocia o las compuertas del océano.

Peat, patchwork and pipe


Donde no lo anuncia el mapa, ni las guías lo pregonan, el paisaje se revela como un acontecimiento, montañas y laderas de patchwork oscuro, gigantescas manualidades sin manos ciclopeas que las hayan hecho. Pero están ahí, flamantes, anónimas, casi irreales. Se nos presentan a lado y lado de la carretera de Tomintoul a Pitlochry, con trozos a quince cambios de rasante por milla.
El mismo tramo que muestra centenares de animales atropellados, liebres y perdices sobre todo, un no parar a cada kilómetro que avanzamos.

No sé por qué amo las turberas. Me encantan ver esos verdes campos carboneros, pesadísimos, patatales de humedad, como con pústulas de tierra, negruzcos y combustibles. Esas boñigas geológicas que extraen a lingotes de fango, como petróleo prematuro, son la turba, the peat, que luego insufla a los mejores single malts del mundo, sirve de combustible, tiñe el agua de castaño, y ambienta como un emblema el olor del país. 
Porque esta tierra es inhóspita y pronto los lagos están neblinosos como hirviendo de frío, en un efecto invertido. El clima extremo luego, alberga el sonido herido, solemne, triste y militar de la gaita.

sábado, 24 de agosto de 2013

Licor de cerveza


Olemos una historia de fermentación. Subimos escaleras por las entrañas ciclopeas del whisky, hasta un entresuelo, rodeados de megaestructuras metálicas viejunas y tuberías que hacen de oleoductos del licor. En el primer habitáculo no se huelen las notas de violencia del alcohol. La cebada malteada se baña en el agua caliente y turbada que baja de los lochs del Ben Nevis. Se percibe un mosto afrutado, suave, azucarado, cereal, que mi paladar infantil agradecería más. En la siguiente estancia, la presencia de la levadura ya ha desencadenado una fermentación completa y el olor ya es extremo a puro cereal, espelta inflamada, toda la fuerza de las cepas de alcohol a punto de volatilizarse y despegar. Pasamos a la zona de los alambiques, donde el espirituoso líquido se separa del cuerpo del cereal y se eleva a los cielos. Vapor. Que con un golpe de frío se hace visible y se convierte en whisky. Luego se criba a los ángeles gaseosos, a los primeros por peligrosos con 90 grados alcohólicos, a los últimos por débiles y poco interesantes. El líquido restante dormirá años en las barricas, en una quietud que se convierte en mitología para el mercado. El whisky no es otra cosa que elixir de cereal.
Los cereales me los tomo yo mansos y con la leche. No aprecio el whisky. Ni la bebida alcohólica en general. El vino, gastronómicamente, me parece una gran inflación, con mucha mitología detrás y psicología del coleccionista. El que posibilite un estado alterado de consciencia, vía etanol, es otra dimensión, como los jóvenes le hacen cola a sus efectos en los botellones y turcas tribales. Los vinícolas y maltistas también participan de una forma más civilizada de la dimensión borrachina y peñista de estos productos.

El whisky es autóctono en estos parajes. Alguien olió un día ese mosto de cebada húmeda descompuesta al sol en los campos pesados y negruzcos; otro scot calentó el agua oscura y neblinosa de su arroyo con cereal dentro. Poco a poco se fue descubriendo la concentración de ese líquido, su dureza, y sus efectos transmutadores.
Hoy en día sus amantes viven en la lengua durante tres segundos, un viaje intenso por toda la maquinaria de las entrañas del whisky, lamen brevemente los campos de cebada, los soles, sienten las notas del agua y toda la tierra que recorren. El whisky es un resumen papilar, punzante, y volátil de toda la geología de Escocia, un souvenir-elixir del país.

viernes, 23 de agosto de 2013

Lo mejor de Escocia es Irlanda


Escocia así de travesía me parece algo masivo, un proliferar forestal despoblado, entre estribaciones desoladas y carretera y manta. El mundo sigue escogiendo Escocia, yo soy un turista fundamentalista irlandés. Recorriendo las Highlands me vienen ecos evocadores de su isla hermana, la cual prefiero por firmes motivos. A nivel de espectáculo natural la iguala o supera, teniendo más repertorio. En términos de acogida, viene la goleada. Escocia forma parte de ese negocio que se llama Reino Unido, heredero del Imperio Británico en barrena. Participa de esa inflación de los servicios no justificada, y vas pagando aquí por respirar, allí por reservar anticipadamente, y encima entras a un pub y no tocan esa incisiva y maravillosa música irlandesa. A Escocia los señoritos de Londres iban de vacaciones cuando en el resto del planeta no existía el turismo, e iban expoliando Irlanda que es lo que han hecho toda la vida. Estas tierras proceden de un marketing aristocrático, noble, que da buena prensa para un siglo y más allá. Irlanda no ha gozado de tal publicidad, sus precios pisan la tierra, está desinfectada de imperialismo, y lo celta respira por los cuatro costados.

Carretera y manta


Iniciamos la singladura escocesa en los Trossachs, nombre de fonética clavada para el lugar, esta zona tiene cara de trossachs. En este país hay dos polos de paisaje, in/out, el focal en medio de la masa forestal, o el plano general en medio de la nada, páramos desolados en la inmensidad. Los Trossachs están en el modo uno, bosque tupido. La marca de la mirada a estos bosques, es provocar cierta vista borrosa. Los abetos se llegan a ramificar simétricamente tanto, que fractalizan la mirada. Son conos centrípetos, trenzados desde dentro, que se desdibujan.
El helecho, tal que un arbusto jurásico, coloniza laderas y extensiones de las montañas. Tal es aquí la abundancia de agua, vida, que se ha expandido un arbusto animal, rudo, reptiliano, como es el helecho.
Los Trossachs son cogollescos, algo peludos, con un sotobosco que es un desván numeroso en musgos, líquenes, alfombrando densamente unos bosques encantados. A veces éstos los pueblan otros abetos flacos y espigados, desnudos sin hojas hasta bien entrada la copa. El brezo ahora florece de un fucsia discreto, y alterna con musgos vecinos verdes y amarillos, flores azules, y así, tenemos laderas mullidas de brezos y musgos que son las que buscan hacer luego las floristerías, pequeñas obras de patchwork naturales que aquí brotan espontáneas y multicolores.

Entramos a un pub antiguo y rural a comer. Lugar tiznado, refugio, denso, amaderado entre sucio de tiempo y lignificado. Verlo hace imaginar el frío como su fiel compañía. Templo rústico dedicado a las ales y los single malts. Proseguimos la marcha.

jueves, 22 de agosto de 2013

La epifanía de Bracklin Falls


Un lugar sagrado debería ser un lugar energético. Yo no creo en las supersticiones fáciles, asquerosamente simbólicas, diana de los humanos sugestionables, con décimas o enteros de psicoticismo. Un lugar energético como una estancia generosa donde la energía llanamente te invada, no necesites meditar ni concentrarte, sólo estar allí y que tus sentidos funcionen. Mucha gente puede pensar en parajes idílicos, vistas contempladas que maravillan, pero la mayoría de ellas son estáticas, cuadros, provocan la felicidad contemplativa del arte. Ayer estuve en un lugar energético, epifánico,  y la verdad que no recuerdo el anterior en el que estuve si lo hubo. Era un cuadro dinámico, y no sólo participaba la vista.

La paz atronadora y batida en Bracklin Falls, del agua caramelo desenfrenada en el torrente. La caída del agua resonando sin cesar en todo momento de la experiencia, con su volumen adecuado, acaba siendo el mantra, el asedio de la energía en forma auditiva. Sin querer te conviertes en turbina cognitiva, miras la gruesa caída del agua, y diriges la mirada al torrente apresurado, toffee, que quiere bajar frenético, mientras sigues oyendo el murmullo atronador de su inminente pasado. Una circunferencia sensorial. La energía radiada por los borbotones de agua, teñidos de turba, renovados sin décima de tregua a otra cosa que no sea vida. Tú eres el trombo previo, que acude allí, criatura estancada con millones de células en frenético trasiego silenciado. Entras como un tronco de piel hueco, un bloque aséptico, y el turbión de agua hambrienta, colérica de entrañas, te avasalla y te revoluciona tus bornes dormidos, esa energía hidráulica y bosquimana, se empieza a transmitir estéticamente, sensorialmente. Ese recodo del bosque es maná, fortuna natural, una fábrica de vida, radiador vitalista, con su excedente perpetuo y loco de agua brava, vida precipitándose, vida derrochada, que nunca se agota, ni silencia, ni termina. Es como un ojo del tiempo, una boca de la vida enclaustrada en ese punto, que nunca cesará de desbordarse, como un agujero negro para fuera. Es una fuente de vida literal, una metáfora perfecta.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Epílogo veraniego


Agosto, es el mes copa del año, donde va a detenerse el clima aupado. La piel hace de constatación y notaría. El verano ya es mera repostería de los cuerpos, un monopolio de sol, donde la carne como un bombón se broncea, se lustra, y se hidrata. Los campos ya están escritos, las cucurbitáceas son el epílogo del año campesino. El ciclo se acaba con los frutos de mayor calado: calabazas, melonares, sandías, cubren los dos meses finales hasta un nuevo curso, un nuevo otoño.

El sol ya ha masacrado arbustos, sólo aguantan las plantas optimistas que balancean su sequedad. Lorenzo deja en las laderas un color comido, ratón, la tierra como piel de hiena. Las esplanadas de pinaza son éxclaves del verano, umbráculos, sedes domingueras, cuevas de la primavera, casi inmutables, salvo que crujen y huelen más.

Las paniculatas silvestres tomaron los campos en este año lluvioso. Ahora, sus flores umbelíferas, paraguas abiertos hace nada, se van cerrando como puños. No sé si son los interruptores alegóricos de este verano. Si al pasar todas de flor a garfio, retienen en su cerrarse dramático al verano y hacen que termine yéndose en sus puños tensos. Si en cada flor, está un agujero negro del verano desvaneciéndose.

Las frases de toda esta crónica de climas, miden lo mismo, son de tiro corto, suspendido, entrecomadas, propias de un cazador de paisajes. Hay un mismo ritmo pausado y consecutivo, paseante. Se enumera y las palabras hacen un poco de claqué, aparece el siguiente paso sereno, como una procesión itinerante con la mera pasión puesta hace treinta siglos por un dios en la naturaleza. Soy un presentador caminante de un bosque herido por el tiempo, de este show cotidiano y despoblado, que me sale lánguido y quedo por la boca.

Bcn - Prestwick


Los esguinces de los cargadores de móvil, cuyos cables asen pesados aparatos que los desgarran de vez en cuando. Así comienza esta mañana, en este llano prematuro de las siete de la mañana tan idóneo para la escritura, y del que he estado tan ausente. Hoy emigran nuestras vidas a Escocia, en un postergado viaje a la cola del verano. Últimamente no ha habido tanto parné para la movilidad exterior, así que se regenera la inocencia viajera, cosa de los pobres. Ser pobre no es tanta desgracia, mal que les pese a los pijos, pues brota la inocencia y las ganas de rebañarlo todo. Es más otra versión de cualquiera, de uno mismo, muy estandarizada y viable en este mundo.

Scotland, que como veis ya es otro país diferente a Escocia, que suena a sobre de sales digestivas, nos espera una vez desgajada su mitad, las Lowlands, que casi nadie quiere y separa en la carnicería previa de un viaje. ¿Tan lejos os vais? Pregunta recién hecha desde el paletismo más decimonónico. Sí, a las Highlands, que son todas ellas vergel. Es uno de esos territorios donde tanto monta monta tanto, allá donde te desplaces vas a ver una exhuberancia dramática de la naturaleza sin dirigirte ex-profeso a las visititas de turno. Trossachs-Fort William-Cairngorms-Edimburga - esa nueva capital fémina, teutona, travestida y burlesca, que me acabo de inventar para Escocia -, éste será el itinere que jalonará nuestras excursiones, el paseo de siete días por un bosque kilométrico prestado que amaremos furtivamente. En compañía de mi Roper particular. Declaro que cinco años de relación, más que una licenciatura dan un Roper certificado. Un amor que ya parece de los setenta, robusto, irónico y con un cariño café amargo e imprescindible. Cuando ya habéis puesto la séptima marcha, como los Roper, de tractor indestructible y renqueante, ya has aprendido a tratar a tu pareja hasta la tercera edad, ella ya es un satélite placentario de ti mismo, inseparable, hasta Alcalá Meco y más allá. Y Escocia ya no será de tweed sino un viaje a cuadros moniqueses, de charlas negras de cerveza en pubs, alusiones a la hija copilotando por la derecha, excursiones interpelados por tu Roper, como tu vida, y uno feliz de ello.

Eso sí, cartas, de despedida, sólo le envío a mi compadre literario, al que dejo con la abuela, a Kobe. Carta a mi perro:

No sé dónde naciste. Mínimo, trotante, sin mi apellido. Tú siempre desde tu atalaya afectuosa, pues no hablamos los mismos idiomas. Ignoro totalmente si te hicieron daño. Todo este escrito gira sobre esos dos años que no nos cruzamos, esto es una carta a un perro adoptado. Soy tu padre adoptivo, más padre que lo otro, y por eso me preocupo por ese tiempo sin tutela, ese tiempo errante o vagabundo. Porque tú, hijo mío, eres el único de la familia que has sido vagabundo, que has dormido en la calle. Tú, autosuficiente a parches, en tu torre de marfil afectiva, va y luego te desintegras, te vuelves pavor de soledad, y te desgarras en gemidos y llanto. Y necesitas la compañía, mi compañía, de forma desesperada. Tienes un hondo respeto por la condición humana, todo lo contrario hacia cualquier perro, de los cuales sólo ansías venganza. No sé tu historia hijo, esos dos años, pero me marcas ese hostigamiento del que fuiste víctima por los perros, y más tarde en la perrera te llegarían los parabienes de humanos ejemplares. Porque tú, ser noble y majestático, habitaste perrera, vienes de una perrera, del club de los abandonados, y me enorgullezco de subsanar un poco este desaguisado cósmico. Y sigues en tu autismo afectuoso a topos, y no tengo ni idea como haré cuando no estés, ni absoluta idea. Porque te he ido echando de menos por adelantado, y tu recuerdo sólo me hará ver el ocaso de las cosas en este mundo, su finitud precoz, la pérdida y muerte de un amigo.

martes, 20 de agosto de 2013

Apareamiento impar


Mi primo, que las mide, las pesa, las certifica con la mirada, como un sexador de pollos, un homologador de belleza femenina.
Todos lo hacemos, tenemos un calibrador biológico, pero él, y otros, no lo tienen de adorno, lo tienen operativo, procesual, útil. El resto del mundo dedica una vaticana sonrisa a la belleza. Para ellos es una realidad dúctil y asible. Excita ese órgano sensorial que se llama límite, en este caso listón, el mundo de lo franqueable, la superación. Porque detrás hay una preparación olímpica, ella es tartán, estadio, prueba. Depende de la despensa, el historial, las preseas, hay mayor o menor enemigo interno con los nervios.
El cuerpo telefonea, la hormona capitanea la vida, son las llamadas de los instintos, sin intermediarios de por medio. Yo, la chica, playa, imantación de conducta hasta colonizar, plantar la banderita. Yo, la chica, su cara, yo-quiero. Luego sí, será limpia, las bes y las uves las respetará un módico 70 %, y será muy amiga de sus amigos.
Pero existe el botón, el botón no nombrado del pibonismo y sus efectos, cuando la realidad se suspende maquinaria, es otra, y sólo se reanuda cuando se gana o se pierde esta nueva semifinal carnal y fortuita. Nos enajenamos de belleza particular y transitoria, como unos homínidos muy bien disimulados.

viernes, 9 de agosto de 2013

10 de la mañana, agosto de 1981 [1/3]


En el verano éramos criaturas callejeras, la calle era plaza pública, el sitio de mi recreo. Un niño acude a la calle muy profesionalmente, con vocación, ahí están los suyos, la panda, el instrumento dedicado al leitmotiv de su vida, el juego. Somos activistas y fundamentalistas del juego, y por su cancelación protestamos con el alma a berrinches. Todo chaval tiene una expresión drogada en la fruición del juego, la boca abierta, entusiasmada, ojos exclamados y emisión de soniditos placenteros de goce. Después vienen los juicios empachados y amnésicos: ha sido el mejor día de mi vida mamá. Así de gloriosa y repetida es la infancia.

Si en la calle no se había formado la panda renacida cada día, íbamos a buscar a los aliados del día, por orden de jerarquía. - Está Miguel? - Niño, quieres desayunar? - Venga. O si éramos madrugadores, ejercíamos esa conducta universal de los cinco continentes, y de todas las culturas, de lanzar piedrecitas a la ventana del amigo como despertador compinchado, o bien maullando, hasta que fulanito reconociera entre sueños la voz impostada del gato amigo.

En los niños se da una unión y unos lazos comparables a los matrimoniales. El amiguete forma parte de uno, se inmiscuye en la vida del otro con toda licencia, hasta sustituirle si hace falta. Las vidas de ambos se invaden con tesón, se quiere compartir la existencia intensamente, es una vida entregada y leal, llena de favoritismo. Cuando un niño dice aquello de mi mejor amigo, hay detrás un juramento, con todos los juguetes y héroes como testigos y condiciones.

10:20 de la mañana, agosto de 1982 [2/3]


Las calles tienen básicamente asfalto, y una sociología en sus márgenes. Primero te toca una familia, y luego te toca una calle en la rifa. Un muestreo al azar que contiene un poco de todo. Mi pandilla y la de mis hermanos ya estaban escritas cuando compramos aquella casa en el año 77. Esquina superior de la calle, los vecinos más burgueses, de arriba de la calle Balmes, con hijos de abajo, los gemelos más gamberros de la urbanización, Luis y Antonio, por este orden eufónico y oficial. Ellos me bajaron los pantalones cuando apenas me doblaban la edad, en una burda humillación gratuita; vaciaron un tonel entero de licor encharcando todo el garaje de mi casa; campaban con toda licencia con su cara angelical y nariz pelada, ante la negligencia pija de sus progenitores. El padre matemático segaba la esplanada inmensa de césped de su jardín con algebraica puntualidad. Nosotros teníamos ahí nuestro pequeño Maracaná, tras unos setos estaba la gloria de nuestra fantasía, un campo tan bien parido y segado que a nuestra diminuta escala era como jugar en primera división. Luego venía el padre geométrico con un pito, y daba por finalizado el partido, en un vahído emocional. A ese padre euclidiano, por una extraña fórmula compensatoria, le debíamos la gloria de ese campo de césped reglamentario y la plaga de sus hijos pendencieros.
Enfrente suyo, un Jordi y un Álex tenían edad capicúa con mi hermano y conmigo. Ni nos llevamos ni nos dejamos de llevar, y si hubiesen pasado cien años, todavía seguiríamos sin congeniar. De hecho aún viven a treinta metros y parecen treinta siglos de distancia. Los siguientes solares calle abajo eran un terreno sin edificar y un descampado, que en sus aceras era el campo b de fútbol, y la zona de un campo de baloncesto. Aquí nos esculpimos como deportistas.
El descampado era una puerta espaciotemporal a la naturaleza. El terreno virgen de nuestra tribu, aquel que nos precedió. Allí proliferaban los caracoles que cazábamos infantes tras la lluvia. Habitaba a veces una culebra, que acababa pisada y muerta, pero era lo más exótico y fiero de nuestros alrededores, y nos la imaginábamos como una cobra negra letal. En él se nos colgaban las pelotas, y teníamos que adentrarnos entre zarzas, arbustos, restos de podas e insectos. Ese descampado fue testigo de toda nuestra niñez, y era una casa más de la calle, un elemento comunitario entrañable.

Frente por frente de mi casa, estaba Miguel, mi compañero de faenas hasta la adolescencia. Fue un niño adoptado desde los 8 años que se supiera, quiero decir, un dia los malévolos de Luis y Antonio se hicieron con la exclusiva y diseminaron la noticia entre todos los niños de la urbanización. A nosotros no nos cambió nada el concepto, más allá de un tonito conmiserador al explicarlo imitando a los mayores. Qué carajo hacía diferente ahora a Miguel.
Luego, todo empezó a encajar. Que Miguel y su hermana Montse no pudiesen salir porque tenían que hacer los lavabos, fregar las habitaciones y barrer toda la finca cada mañana. Que se les juzgase y culpase de ser como eran, niños imperfectos, porque no cuadraban en el diseño de cóctel altoburgués que buscaba Magda, su madre adoptiva. Que en pleno agosto, cuando venían los sobrinos biológicos, desapareciesen a un pueblo perdido de Alemania con unos parientes "lejanos". Que comiesen aparte en otra habitación, a la hora de las visitas.
Miguel me sacaba tres años, pero nos entendíamos. Él luego me adoptó a mí a los 11 años, cuando se mudaron a un apartamento altoburgués recién estrenado en primera línea de mar.
El resto de la calle hacia abajo sólo contenía amigos de la panda mayor, la de mis hermanos.

10:45 de la mañana, agosto de 1983 [3/3]


El primer bien público de un niño es su bicicleta. Es el primer vehículo, la primera posesión del patrimonio. Para nosotros cumplía con la parcela del disfrutar motor. Un renacuajo se alboroza al correr, con los primeros sprints, saborea por vez primera la velocidad, autoadministrada. Manejar la bici forma parte de este paladeo de la autonomía y el fruír del movimiento. La bici se sacaba siempre como un juguete, y trasladarse era sinónimo de aventura.
Todos rallábamos los coches de los vecinos llegada la edad iniciática de aprender a ir con dos ruedas, mientras se rallaban nuestras rodillas. Yo lo hice con una bici repintada, de un azulón oscuro, y sillín añejo de piel marrón. La primera bici de verdad, me cayó a los 6 años, al acabar primero de EGB con mis primeras notas de empollón. Una BH California roja, con los protectores y ruedas amarillas, buena bici. Llegó vía regalo por un depósito bancario de mis padres, cuando los intereses monetarios estaban burramente en un tumorado 20 %.

El verano tenía su gala inagural en la verbena de San Juan, mediterránea, oficial, en aquellos lares. Los mayores tiraban petardos y se cargaban algún contador de luz. Al día siguiente, madrugadores, los enanos recolectábamos los petardos fallidos que se podían recuperar. Desde nuestra limitación, nos hacíamos con todo lo gratuito que los demás desdeñaban, como buenos rapiñadores.

No recuerdo los mil y un juegos que practicamos en aquella calle, todas las fantasías que aplicábamos y que se han zambullido en la memoria. Los hechos más traumáticos, como los accidentes físicos, las lesiones en su apogeo, junto con los hechos más apabullantemente dulces, como el éxito ante masas, la dicha de cualquier juego en la primera infancia, o los subidones adolescentes junto a una canción... por algún motivo escapan rebosantes los umbrales de la memoria y nos queda un recuerdo desdibujado y moteado de ellos.

jueves, 8 de agosto de 2013

Marta Núñez Corregidor


En los congresos de ochentología, se podría hablar de los altos y bajos ochenta, de un primer lustro más oscuro y sudoroso, de un segundo más estilizado y floreciente.
En el ecuador de los ochenta, aparece El Último de la fila, que crearía música sólo diez justos años, hasta 1995. Son el globo sonda ochentero que aterriza en los noventa. Otro, Bruce Frederick Joseph Springsteen, es el cometa que ha atravesado las décadas sin apagarse. Ese sonido entusiasta, espasmódico, creyente, lamido de rock, son los ochenta puros destilados en música. Esa atmósfera de rockola, de I'm going down, ingenuidad paseante y florida, alma trompetera y enérgica, significan todo aquel derroche de ganas que fueron los ochenta.

Y uno se adscribe a una década en diferido, por evocación tardía. Los niños viven convulsionados sus tiempos, habitan algo con forma de década hasta gastarla, sólo cuando salen y la nostalgia opera su crianza, empiezan a cantarla y añorarla languidamente. Los críos de los ochenta vivimos repudiando a los Mecano y El Último de la fila que tenían enganchados a nuestros hermanos mayores, porque suponían interferencias reiteradas en nuestra atmósfera infantil. El mundo adulto y adolescente eran extraterrestres para nosotros, el segundo de una luna menor más cercana. Aparte de que Ana Torroja y Manolo García se entrometían constantemente en el radiocassete y la tele, a nuestra jefatura tirana no le gustaba nada ver como esos niños hechos y derechos se fundían en comunión y devoción con un grupo de pop. Ver a tus hermanos algo gruppies como reflejo de tu futuro, al niño todopoderoso y catapulta no le hacía nada de gracia. Como cuando se ve beber a un padre y se observa con detalle la tontuna de una taja, en ese momento tu cabeza toma una foto para siempre.

Un niño a veces asume el tránsito a la adultez como un proceso futuro, lejano, pero automático. Qué se va a imaginar el niño la travesía de diez-quince años que supone la adolescencia, ese período tan oblongo, imperfecto, indefinido y largo que precede a hacerse adulto.
Luego nos hicimos más conversos que nadie con Mecano y El Último de la fila, dos grupos prematuramente muertos, tal que los ídolos. Mecano copó la baja adolescencia, y El Último la alta, que no se acaba nunca. Pocas cosas harían más ilusión a varias generaciones adultas hoy en día, que un regreso efímero de El Último de la Fila. Escasas veces la historia de la música toma un desvío, recorre una circunvalación, y transporta a millones de personas al reino de la literatura por una carretera pop. Me pregunto si esta masiva peregrinación artística, que las flautas de Quimi y Manolo García Pérez provocaron, se pudiesen producir en una década sin tanto Candor como los años ochenta.

martes, 6 de agosto de 2013

Lógica gelatinosa


Los críos somos unidimensionales. Éramos capaces de otorgarle más prestigio a aquellos rascacielos desarrollistas de los suburbios, porque eran los más altos, hasta fardar por haber estado en uno. O nos creíamos superiores a los niños de los pueblos, por una mera cuestión acumulativa de la ciudad. Señalábamos con todo el índice a una persona de color, si aparecía en nuestra latitud desinmigrada y caucásica. Nos seducían las cifras del palmarés del Madrid, como ubres aireadas al viento. El niño siempre mantiene una actitud ventajista en sus adscripciones, uniéndose al más fuerte y dejándose de alternativas.

Para el niño existe el plan A, rechaza los planes B, y a lo sumo se encariña con los planes Z estrambóticos, fantasiosos e inviables. Si se le ha sugerido una opción que es de su agrado, y ya la está pre-disfrutando en su mente, cualquier cambio de planes o alternativa le va a producir berreo y capricho. Primero hay que desactivar el plan A, es decir, crear el anti plan A. El pequeño tirano está dispuesto a escuchar, si no se le presenta una burda alternativa al que era su mejor plan del mundo, escucha si la entonación suena igual a la de un inicio de cuento, maravillándonos todos, y entonces ya montados en la fantasía le vendemos otra opción que parece diez mil veces mejor que el super plan anterior. Es una mierda en comparación, pero el producto está colocado, mucho más factible para todos y sin una depresión episódica de por medio. Así se vendió a Alexis o Coentrao. La lógica de los niños y la de algunos presidentes de equipos de fútbol, es unicondicional y absolutista. A un plan, sólo lo supera el súper plan, con voz de anuncio de juguetes.

Murmullos de verano


El bosque está repleto de cadáveres muy bien disimulados. Espigas de un rubio ya senil aguantan la vida por un hilo de agua profundo. El calor parece detener más la pineda, el tiempo, este sol promete permanencia, y lejanía de cualquier aceleración. Lleva implícito el pronóstico, es un clima sin un ápice de incertidumbre, que trae horas en fajos.

Los olivos llevan algo de muerte en sus hojas de verde apagado, plata, verde metálico e inerte. El mediterráneo y sus montes pelados llevan la muerte y la sequía escondida, son monegros con la suerte del mar próxima.
La naturaleza soporta un verano, más que lucirlo, lo sobrevive. La gente emigra en masa a la costa, y santifica un verano. En invierno ni los más antisistema toman sus vacaciones. Porque uno no se puede desnudar, tumbonear, gambificar. Porque la alternativa de trabajar en hornos lo impide. Vacaciones el ser humano se las puede coger y se las tomaría, hasta en primavoño, pero currar a 35 grados es el fundamento de que se vacacione mayoritariamente en estos meses.

Así que el gran paraíso atribuido al verano, tiene truco. Un verano sin vacaciones laborales, un summer in the city estricto y literal, se vuelve mucho peor que un azul invierno corriente. Las vacaciones son una doble redención, por oportunas, por proteger de un tiempo extremo y acosador. Eso, y el aire acondicionado.

sábado, 3 de agosto de 2013

Las preseas


Pasan los régimenes políticos, los formatos de música, el muerto ene en  Palestina, y en los campeonatos mundiales de deporte se siguen dando medallas. Quicir, medallas como pines, sellos de ocasión, medallitas militares. Eres el hombre que nada más rápido del planeta, le vamos a dar al nene una medalla. A ver, un poco de innovación. Oro, incienso y mirra. Oro, plata y bronce. Ad eternum. Está tan manido, que ahora todos los campeones muerden los oros como síntoma de falta de imaginación. Las medallas no pueden ser tan planas, tan repetitivas, tan poco singulares. Vamos a dejar lo de oro, plata, y bronce, porque lo del laurel lo dejaron para los pollos en cazuela. Quien tenga huevos que en una edición ponga grafeno, silicio y azufre, con un par.
Pero señores dueños del olimpismo, la medalla ha de ser más famosa. Nadie nunca ve ni el diseño de cada evento, a menos que se compre el almanaque para frikis en el quiosco. Díganle a Johnatan Ive, diseñador de Apple, cúrrate unas medallas, que la presea al final tenga pedigree, que se hable y se muestre, y deje de ser un mazacote que pasa desapercibido, que no se muestra porque recuerda a las medallas que los padres pueden comprar en carrefour para el equipo malote de sus hijos.
Sabemos que la medalla es canjeable por una beca, un modo de vida para no futbolistas, pero ya que de oro tiene un 1 %, currémosnos un poco más los trofeos. La copa de la Champions pesa menos que las rocas en los westerns baratos. Todo su glamour se evapora cuando ves que con un dedo la sujetan. Hay equipos que tardan cuarenta años en conseguirla, pero luego un niño de un año podría levantar esa chusta. Así llegamos, al anquilosado Old England Club, la única entidad que se vanagloria de ser viejales, y tal que una reunión aristócrata de tupperware endosa al campeón una ensaladera, si te gusta bien si no te damos una aceitera o un jarrón chino robado en el siglo XVI.