domingo, 30 de diciembre de 2012

Hastío hecho hormigón


Salón de Loterías en la falda de la Navidad. Un bombo que enjaula miles de gusanos redondos que borbotean, una tumoración de los números, estómago de la suerte que supura décimos del azar.
España tiene cinco grandes Jabba, con sus bolas marroamarillentas de sistema digestivo, sepia de siglo. Obesidades pardas que presiden los designios de millones de euros huérfanos y hambrientos, que es lo mismo que presidir un país bajo un régimen supersticioso un lapso de tiempo.

En la sala gente disfrazada, trasvestida, y sólo ellos entienden por qué. El síndrome lotérico flirtea con el delirio un día. "Se van a repartir millones" y los entusiastas de disfraz enfilan el baile tan solo al oírlo, vamos a la verbena, cuando 5 Jabbas the Hut Tiranos presiden el evento, regurgitando premios más avaros que un teorema de Bayes. Son gente trasvestida en un salón de loterías, el eco criaturesco de los realmente premiados, etérea alegoría, humo decorativo y poularda televisiva.

Los niños de San Ildefonso me parecían más ángeles blanco nuclear antes. Ahora son niños, sin más, y entrevistan a sus madres que confiesan la avidez por cantar un gordo, que da un propinón. Y eso se ve en los ojos de los niños.
Esos niños que los suponías sin padre ni madre, de San Ildefonso, en una especie de rectoría alimentándose de almíbar y claras de huevo, dedicados eternamente al arte de cantar números y vestir de blanco nuclear. Eran los últimos monaguillos laicos que quedaban.

Las hormigoneras siguen dando vueltas y una minúscula bola origina una morterada, por el poder de las matemáticas. Se genera el asombro como un parto en el ambiente, la televisión lo barroquiza, un premiado se acaba creyendo lo de eligido, un rastreador de banco simula ser parroquia del champán y congenia comisiones.
Los premiados tienen cara de afectados, entre la incredulidad y un virus. Unos hablan como entonando una causalidad inventada, otros serenos como intuyendo que el dinero tiene patas y pincha.

Y es que la gente confunde un acontecimiento epifánico con las matemáticas. La lotería triunfa en un reino de damnificados. Al menos uno que se salve, sólo tenemos para un chaleco salvavidas, rifémoslo. Tal argapmasa ingente de lotería, con su cosquilleo pausado en la hormigonera del suspense, bien puede vertirse y encofrar kilómetros cuadrados de desesperación. Hastío hecho hormigón. La superstición como clave del destino.
Tener ilusión y afición por las rifas dice bastante de una biografía, o de un país.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Lindes creativos


Soy un quesero de ideas, en mi vaquería, y no un virtuoso violinista del lenguaje. Por suerte todavía quedan monstruos culturales, prosas infestadas de poesía goteando, que le dejan a uno en su sitio. Umbral se ha muerto, pero ha dejado ahí su listón a la altura de los sobreáticos. Veo este libro y es más un barrón de yeso enorme a franquear, que unas hojas encuadernadas. Los cuadernos de Luis Vives tienen un peso simbólico de cincuenta kilogramos.

Pero somos dos cepas distintas de la doma del lenguaje. Yo nací en la estepa filosófica, él viene del carril hondonado de la literatura. Caza palabras y las mete en un bote de cristal, desde que tenía uso de razón. Ha desayunado leche con poesía y yo bocadillos de conceptos. Soy el ser sustantivo con lo adjetival atrofiado. Hago trucos con sustancias, metáforas nominativas, imágenes plásticas de las profundidades. Él tan inmanente, es apenas metafísico, y crea lenguaje juntando un adjetivo inagural en el saliente oportuno de la palabra. Buscamos ambos lo plástico, pero mi pureza viene con niebla de las alturas y la suya huele a palabras recién hechas.
Él constata que escribir no sirve para nada, y mis textos parecen querer tener brazos.
Como un jugador que tiene gol y otro antiheroico que regatea como los ángeles, un chutador casado con el gol y un antisistema que dribla al propio gol.
Uno no quiere ser más que Umbral, y tener ese kalashnikov para la palabra, como cualquier criatura querría trazar como Dalí viendo su realismo tan vívido. Toda criatura que escribe querría ser poeta, y si no miente. Un ser de ojos velados que emite las palabras justas y exactas para iluminar la realidad. Todos los libros que se han hecho son empresas frustradas de esa aspiración primordial.
Para mí Umbral es un techo, y a la vez es un faro en ese añil extravío secular. Si hubiese un jurado, para señalizar la referencia menos frustrada del poetismo, desde mi vaquería certificaría al vallisoletano ganador por puntos. Se harta de noquear al oráculo del idioma y se jacta con razón de que nada es inefable.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Océanos judiciales y las lecciones de baile del Progreso


Comienzan los telediarios morbosos, como el antiguo El Caso, crímenes con música de suspense y thriller de cortinilla. El todo por la audiencia llega a los informativos para quedarse. Compiten una quinta de ellos en jauría por la supremacía. El cliché de una bonita cara relatando una carnicería por televisión. Nos tienen a dieta de morbo.

Todo es convulsión resultadista, en la mayoría de sectores, televisiones, empresas, comercios, partidos políticos. Parece que se jueguen la supervivencia cada hora y no escatiman en tensión. Como si de repente el mundo de toda la vida pasase un atardecer obseso de la economía, preocupado por cada penique que cede, con la caballería comercial galopándonos agresiva. Picotean la vida con llamadas intrusivas a nuestro teléfono, nos rodean de anzuelos comerciales sabiendo que son cepos disfrazados, la tele vomita anuncios en pausas y en no pausas, tememos que al dormir una musiquilla no nos ofrezca algun servicio intempestivo. A veces parece que estamos cercados. Somos el target, somos la presa, inocentes de nosotros con pijama y un café en el sofá. Buscan sorprendernos con otro rizo, un ejército de agudos publicistas estudian nuestra mente, van a por nuestra cansada cabeza y nuestra vulnerable voluntad. Respect.
Calmen los purasangres. Relajen la fusta candente.

Las empresas han ordenado el asedio, como en un mourinhismo acomplejado que opta por el desgaste del ambiente como lema. A falta de excelencia, rasquemos, rayemos, forcemos, hagamos ruido. Tal que un pequeño animal con las de perder, ericemos el pelo, elevemos las espaldas y chillemos.
La agresividad comercial de una gran empresa se disemina en los intersticios, los huecos de vida de sus clientes, y se disipa con la poca competencia de tamaño. Son chispas, pieles de clientes chamuscadas, que se disimulan en el trajín, y se disuelven en el océano judicial nunca emprendido por un ciudadno de a pie. Saben que nadie va a juicio, que la gente no puede perder el tiempo, y se forma ese océano judicial en una dimensión invisible. Es un océano de energía, de recursos, un almacén robado de vida tangible a su disposición. Las asociaciones de consumidores en la civilización del consumismo, no tendrían que ser un despacho en un entresuelo, deberían tener más altura y entidad.

Detrás está el gran debate aplazado sobre el progreso. Postpuesto porque si se debate, si te paras un minuto, se progresa menos, el credo es interiorizado. Aplazado por no querer mirar, como un mundial niño pequeño que sabe que lo que está haciendo es una conducta supersticiosa, de ésas en las que estás metido y no puedes parar por la inercia, como comer pipas, urgarte orificios, viciado por el mismo acto.
El progreso no ha sido temporizado, es un huérfano de cronología. Como en una casa de abuelos que han pasado hambre, se ha dejado que el progreso se comporte como un maná compensativo de máximos, una criatura velocista, que fluya a destajo, se jaleen sus récords, como si el exceso de estado de bienestar nunca pudiese conllevar desajustes, correcciones, incoherencias con la realidad propia de la economía, ajena a los deseos y obediente a los inventarios. Nadie ha enseñado a las musculosas piernas del progreso a bailar con los tiempos.

Todo esto concuerda con la historiografía de la crisis, su obsesión por la tasa de crecimiento y el posterior reajuste dramático en el que estamos. El progreso ha de tener un ritmo, de carrera de cien metros lisos o de carrera de fondo, pero se nos ha de explicar a qué distancia corremos y no estaría mal inventar un dirigente que pudiendo crecer al 4% opte por crecer al 3 % por una mera cuestión de prudencia y visión ampliada.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Pubertales


Hay una época legendaria en que los niños soñamos con hacer cabañas en las copas de los árboles, y nos subimos a ellas con el vértigo de la aventura, en una tensión argumental que nunca decae. Siempre es desenlace o cántico inagural en la cabeza guionista de un niño de cinco años. Las copas de los árboles, las plazoletas, la calle, el charco de la primera orilla del mar, se convierten en biografía. Son el hogar y la patria de la infancia.

Unos años más tarde ya no reclutamos exploradores y buscatesoros en nuestras expediciones de viernes tarde. Pasamos de empresarios del juego, inventores, dramaturgos, coreógrafos de parque, directamente a especular con la vida. Nos compinchamos con unos cuantos vecinos que están en las mismas, desempleados de la fantasía y bregando con un bigotillo entre hormonas. Seres ávidos de chicas pero sin profesión por dentro. Y nos sentamos en grupo, nos sentamos, mucho, a ver la vida pasar. Es el jubilado que llevamos dentro el que se anticipa. La frenética niñez, cuando la vida hervía, ha dado paso a la era diletante, la conciencia ha nacido y con ella los espejos son más grandes que nunca. Nos han despertado de esa inmediatez que no retenía nada, nos han enlentecido, nos han puesto peso, lastre en la mirada.
Especulamos. Nos volvemos un ente de valoración. Una vez plegadas nuestras obligaciones escolares, somos auténticos desempleados, jubilados prematuros, sin castillos que conquistar ni pañales que cambiar. La adolescencia es esa loncha de en medio puesta ahí para lo ocioso, un casino vacío en el que igualmente se forja la vida, mecida al azar de los veranos.

El tiempo es frugal entonces. Y el imperio de lo blando es la adolescencia, un niño recién salido metido a boxear cosas de adulto. El verano se vuelve trascendente como una confesión religiosa, es la vida virgen desatada de reglas. Un congreso de iguales en las mayores plenitudes de la vida, para dar rienda suelta al vicio de soñar. Se forma un clan, enseguida se asocian los pioneros de la adultez y trotan en manada. Acaban posándose en su centro del universo, su lugar de reunión y procrastinación. Las localizaciones de la adolescencia se suelen dar en formas de corrala, vecindarios donde se vienen a buscar, se controla si están, se espían los enamorados. Una colmena donde sólo importan equix ventanas y el resto del mundo nos es completamente igual.
Nos vamos a buscar, y estamos. Ponemos las toallas en colmena y ejercemos de adolescentes. Paramos la vida, a paladearla, a procrastinar, a pasarnos seis mañanas de playa para conseguir avanzar quince metros con la musa de turno. A pasarnos doce tardes estirando una anécdota desternillante, modificándola, rebozándola, sacándole soniquetes. Entre granizados, piques con clanes vecinos, bromas y jugarretas, expediciones nocturnas, grafittis de tiza apasionada, horas de queda paternas.
Los amores maduran todo un julio, como las cucurbitáceas, y después dan un fruto hinchado, carnoso, que dura todo el año y nos mancha las mejillas al morderlo.
Después, yo era un artista pardillo, de los que regalaba cassetes de varias horas de factura a las novias. Exigía un proceso de grabación con pausas intratema exactas, un esmerado trasvase de tesoros personales de cinta magnética a cinta magnética. En la funda el cancionero deslumbraba con títulos y letra dibujada grafía a grafía. Los temas, eran elegidos a conciencia en una criba estricta de jurado internacional. Se había formado un kit para rebozarse de amor hasta las trancas. Orlado, personal, una artesanía de erotismo adolescente...
(continuará)

sábado, 22 de diciembre de 2012

I wanna-weak upp, in the...


Llegas a Newark con un barco de Continental, o llegas a JFK con un barco de Delta o de otra naviera. Los aeropuertos de Nueva York son más un puerto, donde atracas y vas en pelotón a pasar las cribas de inmigración, y allí te hacen una prueba para pasar de continente. Los aeródromos conservan ambiente y tradiciones de feudo portuario con solera. Hay un ir y venir de gente, un barullo como en los muelles, sin tanto compartimentado europeo. Las 8 horas de viaje no son un enlace, tienen hechuras de travesía, de singladura, uno se baja del avión con los restos, con lo que queda, dispuesto a pasar trámites y pisar América.
Entonces te reciben esos oficiales que son como los guardas de las mazmorras que dan acceso a la metrópolis, los serviles orcos de las puertas de las dungeons. Tienen que hacer su papel de mercenarios malos, poniendo en suspense un poco tu dignidad. Una mirada de terrorista, un posible violador de menores, un mentiroso compulsivo... te hacen sentir absurdamente décimas de personajes abruptos, y ponen en alta duda que hayas organizado un viaje por turismo, tú eres el nuevo bin laden. Después del primer acto hollywoodiense ya, eres digno de entrar en el país de las películas. Los portamaletas, aduaneros, vendedores de perritos, te dan la sensación de menestrales de esa ciudadela medieval que es Nueva York, aldeanos serviles con sus caras ingenuas y gentiles, que montan y desmontan cada mañana los puestos del aeropuerto.
Nueva York tiene estructura piramidal, de Torre de Babel, disimulada en el mapa. Desde tu viaje remoto de provincias, primero debes franquear la criba del puerto, luego realizar el camino algo tortuoso a las faldas de la ciudad, y finalmente debes acceder a Manhattan, donde ya hay un llano democrático y un vasto escenario de museo de capital del mundo. Estados Unidos tiene esa mezcla entre hijos tecnológicos y padres rurales con tradiciones de otros siglos, con todos los fenómenos híbridos que se dan en ese binomio. Es tan irlandesa como militante de Silicon Valley, vanguardista y de campiña a la vez. Aparte de senegalesa, vietnamita y con franjas noruegas. Pero el alma no es cosmopolita, el tuétano de Nueva York huele a espesa sopa vegetal caliente, a gélido y a acero maduro.
Y Gotham no tiene centro. El ayuntamiento por un flanco bajo, una remozada plaza de putas convertida en panal inmenso de luces, varias plazas encantadoras diseminadas cerca de los pies... pero no hay centro cardinal, referencia de kilómetro cero o ágora originaria. Manhattan es alargada, una gran fruta oblonga, y creo que entienden que toda ella es una centralidad.
Pero la ciudad es, ante todo, un escenario. Unas calles donde lo legendario aún pulula, y está por acabar de escribir. Un escenario adecuado para soñar... (continuará)

viernes, 21 de diciembre de 2012

El señor que prohibía la música


Hay odios bastante bizarros e intrincados. Tenía un amigo que odiaba el café, y el cine. No podía oler el café, vete tú a saber qué trauma, y como era un auténtico rata debía sospechar que el cine iba a duplicar y triplicar sus precios vertiginosamente con el pasar de los años, así que mejor no se aficionaba.

Pues mira que Umbral salta y dice que detesta la música. El café, el cine, la música, te los encuentras al cruzar cada esquina, se encarnan en ti al menor despiste, es un poco como odiar las rodillas, lo siento, pero van a estar siempre ahí. Sólo se me ocurre aquello de en casa del herrero... porque Umbral es precisamente un escritor hipermusical, que escoge sus palabras siempre acomodándolas en sonido, con un sexto sentido para la sibilina musicalidad del texto en prosa. Concuerda que un herrero de la musicalidad escrita, se canse de la música literal, yacimiento tan manido para él oblicua pero perpetuamente. La corriente del grifo de la música le aborrece y le aturde, empachado en su oficio de esquilmarle quilates a la música, arte y faena al mismo tiempo. La música, como el cine a mi amigo, son los jefes de una vida, los que mandan. Odiamos a los jefes y ejes de nuestras vidas, a los símbolos y metáforas que nos explican, desde un fondo atávico. Yo detesto las novelas, será...?

Umbral cuenta en sus memorias barra obra, que las clases del idioma inglés le descubrieron la guturalidad del lenguaje. Cuando el código del lenguaje propio es violado, mutado, el niño se queda perplejo y empieza a notar la hondura sin eco del mundo. A la vez, es una pirueta de relativismo que quita un grado más de dureza a la fortaleza del mundo - ...ya llegará un día de blandurrias para los absolutos -.
Pues resulta que al joven Umbral se le rompe el absoluto del castellano, y descubre que las cosas se pueden decir más cercanas a la onomatopeya, a la música instrumental, a la incidencia del acompañamiento. En un grupo musical de lenguas, una banda, a los castellanos nuestro idioma nos suena vocalista, y el inglés entre la guitarra y la percusión. Para ellos, que siempre se sentirán vocalistas como cualquiera en su lengua materna, el español le puede resultar el percusionista de la banda, con sus hiatos vocálicos.
En el fondo, de lo que Umbral toma conciencia, es de la sonoridad del lenguaje, del gran espacio que ocupa en la literatura el chasis del lenguaje más allá de su significado. Y sonoridad trabada, viene a ser musicalidad. Umbral descubre la musicalidad del lenguaje en las clases de idioma extranjero, y pasa una vida haciendo un lenguaje total, eterno poema en el discurso de la prosa, dándole un sonajero de amor a cada palabra naciente, haz eso tú Marsé si tienes huevos, fabricando continuamente un instrumento musical al lenguaje. El músico, el luthier, bien puede permitirse odiar a la música.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Los cuadernos de Luis Vives. Opiniones de los lectores.


Es brutal este libro. Es brutal.

Su portada velada y sepia, de letras beiges de couplé.

Un pasado troquelado, de sastre narrador.
Lucidez sostenida meses con una linterna sobre la espalda de su pasado.

La magia de que en su lectura unas pinzas inaudibles ya nos hayan metido en escenas ajenas de una era vallisoletana, engañando a nuestra conciencia, y permanezcamos en el viaje pasado-presente mientras el bruto de Umbral lanza perlas, farallones, collarines de verdades preciosas, revelaciones en quintal, lucideces en tropel en un vomitero de sabiduría, como medium espiritista del castellano que es.

El día que me fueron a descuartizar


No sé bien qué edad tenía entonces, pero una edad suficientemente corta como para que me apabullaran las escenas de la ficción. Cuatro tal vez.
Entonces ya sabía bien que iba a seguir los pasos de mi hermano de 11, e ingresaría en el mismo colegio al que nos dirigíamos, sin yo entender mucho de qué trataba el plan de la tarde.

Debí sentir un soplo de solemnidad al divisar un salón de actos de hectáreas, un campo de butacas hasta mi horizonte. Creo que no hay cine en la ciudad hoy que alcance la capacidad de ese patio de butacas.
Los niños podemos sabotear el presente enredados en el más minúsculo muñeco o en la fantasía más apartada y colorista de la realidad. Podemos no hacer soberano caso a una obra de arte o el delicatessen más preciado del mundo, porque un pirata de nuestra memoria se encarna en un palito del suelo y debemos ponernos a rodar urgentemente una trilogía de piratas palo en pleno suelo. Las urgencias de la niñez son inescrutables.

Así que no recuerdo bien el transcurso de aquella tarde, porque se me olvidan las aventuras de mis monigotes, y la docena de caprichos al vuelo que intenté negociar, pero se me quedó clavado para siempre lo que mis ojos veían al alzar la mirada al escenario.

Simplemente, notaba al copioso público como observaba detenidamente el escarnio que se producía allí arriba bien centrado e iluminado. Todos estaban pendientes de aquello, con mucho respeto, en silencio sepulcral.
¿Y qué veían mis ojos? Una tortura. Veía un despellejamiento en altar, como iba brotando sangre, clavaban lanzas, se ensañaban, una jauría pausada perfectamente iluminada. Eso me estaba trastocando, qué broma era ésa, me habían traído a ese flamante nuevo hogar en el que iba a estar 12 años y asesinaban a los niños? Macabro, sentí lo macabro apoderándose de la realidad. Mi familia seguía guardando respeto a ese crimen. Yo empecé a romper a llorar y suplicar que me sacaran de allí como un poseso. Ya no valían las explicaciones acerca de qué era la ficción, la virtualidad, la broma. Me habían llevado al matadero, y a ver cuándo nos tocaba la tanda. Los niños se vuelven desnortados en su llanto, y sólo les devuelve a la realidad de felpa optimista, un caramelo, un mimo, un piropo de supermán. Me sentía en las butacas del infierno, en un espectáculo sanguinario que todos los presentes adoraban, y que crecía en carnicería dejando agonizar a un hombre de ojos tristes en una cruz clavado.

El pavor por ver Jesucristo Superstar no me duró para siempre. Ingresé a ese colegio dos años más tarde sin rastro del trauma. Aunque se me quedó la manera truculenta que tienen los adultos para contar sus cosas, a veces enrevesada a veces rebozándose en lo tétrico, y los vi una tribu menos feliz y directa que la nuestra.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La era de la épica deportiva


Hubo un tiempo y un lugar, no muy lejanos, en que unos pequeños hombres ante un micrófono vertían sus almas hasta morir.
Recuerdo en mi niñez de los ochenta, cuando nos despunta el bigotillo deportivo, tardes de domingo encerrados en un coche vibrando con los sismos que convulsionaba la radio entre la primera y la segunda b.
El locutor veinteañero esperaba su turno lleno de mono. Como un recambio en la banda que va a salir a batir el récord de Lewis, como un toro que va a matar al torero, como Perico décimas antes de atacar a Lemond. Y volábamos todos con él, demarrábamos todos juntos, mordíamos las palabras al unísono, y la pelota parecía acelerarse con el tono, el aire se llenaba de olor a peligro, y coche-vecino...locutor...pueblo entero nos rebozábamos en el gol, jauría extática, exorcismo vascular, orgía mediática. Nunca un hombre se fue tanto a la locura y regresó, como Víctor Hugo Morales en el gol de la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?...

Los ojos de los locutores no sé si se ponían blancos y les salía espuma de la boca, pero nos sacaban todos los males, era nuestra danza tribal para sacudirnos lo sucio del día y que cayera al suelo o a la alfombrilla del coche. Porque en esos tiempos no teníamos mucho más, eran los ochenta y el mundo se iba por el botón de la radio el domingo por la tarde. El locutor se volvía entonces chamánico, imantado por todo ese polo social que le subía al atrio de lo relevante, y se vaciaba en la narración blandiendo el micrófono, hablaba con la entonación de una cosmogonía en un quirófano de urgencias, mordía las agudas, bateaba las esdrújulas, rompía las comas. Su relato era en bajada siempre, a veces en puenting, la voz tenía ojos que a veces veían venir el gol y entonces la voz se hacía enorme, se hinchaba como las venas del periodista, la atmósfera estaba toda infartada, y el gol a grito pelado entre sollozos no era más que toda la eyaculación del país y de la tarde, toda la madre sentida del periodista metida en la vocación, un intento de despulmonarse, sacrificarse, dejar la vida en mitad de los ochenta por un gol una tarde de domingo. Tan espúreo y trascendente como un sacerdocio del gol.

Vilà i Vila


Tengo aquí a dos sesentones reclinados en la barra del bar, dos adoradores de una camarera pulcra de cuarenta años, donde cada mañana vienen a rozar un erotismo con ella muy de pasada, casto, tímido, lícito y educado. Alguna mañana de año en año, tras un carajillo, se conforman con confesarle una mirada inflamada de segundo y medio, y ella ya entiende la declaración fallida de amor y ellos renuevan la válvula de escape sobrecargada un año de amor y represión. Es una pasión nihilista e indeleble a la par. Son amigos, todo lo amigos que la lujuria y el respeto permiten.
Es un bar abierto y limpio, sin la modernez amenazante que sabes que se te cobrará, con un alma real que es la camarera. Tener parroquia es luego una consecuencia natural. Una parroquia de clientes algo alcohólicos pero comedidos, la clientela duradera de un bar exige ser civilizada en el fondo.
Una abuelita nonagenaria también adora al ángel camarero con un halago de nieta, falta de confesionarios, prefiere el reclinatorio civil de la barra. Es su liturgia matinal, y le basta la pureza que desprende la hacedora de cafés con leche, para sintonizar con su catedralicia vida. Luego, la abuelita se saca una docena de galletas y termina su desayuno como ha hecho toda la vida, desde la posguerra con pan duro mojado, hasta las galletas del mercadona de hoy.
Desfilan los clientes, desfila la parroquia, que no pide a barra, se le prepara su brebaje personal a medida que aparecen por la puerta. El barrio de mil apartamentos, apartados, se tribaliza y se mezcla en el bar. Llega el mecánico, el cartero, el frutero, la tribu de funcionarios sin lanzas, y se ponen al día. Baja la señora emperifollada y maquillada de domingos, y pasa a revista a las otras gallinas del barrio, entre chismes y salmos.
Me viene Cheers a la cabeza, me viene el where everybody knows your name... (continuará)

Milagros: La ciencia en un pupitre 1/2


Lo bueno que tiene la ciencia es que a millones de niñatos que soltamos "ay-es-que está lleno de conceptos raros, densos y abruptos"... --> ala niño 3 tazas, te zampas la física, la química, y por remolón la termodinámica entre discotecas. Y te voy a matematizar la vida hasta cuando ronques.

De las pocas cosas no viciadas que tiene el ciclo vital es el contenido de la educación. Se fuerza a miles de niños a seguir los pasos dejados por una élite cultural. Se fuerza a que se instruyan en una ciencia y humanística que ni de ellos se derivaría seguir, ni sus padres serían capaces de alcanzar a transmitir. A veces no nos damos cuenta que el progreso tiene su mecanismo viviente aquí.

El mundo es mundo porque por un pequeño colador de la Historia, filósofos y científicos han podido cultivar una vida en pos del saber, y han ido colando y acumulando una verdad que después ha dado cohetes, vacunas, trenes y microprocesadores. Se ha hecho y se hace al margen del gran pelotón humano que está por en medio. Pero afortunadamente, lo cabal del mundo ha podido con lo absurdo, y se ha establecido una tradición de absorber los conocimientos de una élite, tal vez la única válida, ajena a las veleidades del mundo.
Ni antes de la crisis, ni mientras, ni después, aparecerán en el culebrón los verdaderos científicos, los que sacan las castañas de los átomos. Crisis bancaria para ellos un hecho mundano y micro-ombliguista, para esta raza de antropoides que trabaja en su rincón, revolucionario pero abstruso del mundo.

Milagros: La ciencia en un pupitre 2/2


Pues resulta que el milagro educativo, el filtrado secular del saber que goteaba en las escuelas del siglo XX, en España tenía que comenzar cantando el Cara al Sol y concluyendo con la Formación del Espíritu Nacional. Frente a Aristóteles y Einstein, eso es una mala broma, una plaga satánica, una jugarreta del destino. Ya tenemos a la irrupción del absurdo en la Historia. En otra dimensión, a la Institución Libre de Enseñanza el viento de los siglos le hacía silbar los agujeros de los balazos.

Hasta que llegó la escuela laica. El miedo milenario ha hecho brotar el saber en monasterios, jugo de la teología y la filosofía primero. El mundo era demasiado incontrolable y producía tanto miedo cotidiano como para ampararse en un Fundamento hipervisible y último. El peaje a pagar a ese pacto protésico recae en toda la industria protésica que se montó, no tan fácil de desmantelar ni de uno ni del mundo. [¿Vathican Prothesis cotiza en bolsa?]

Todas esas abuelas faltas de ciencia, siguen abrazadas al Lecturas y a Dios. Todos esos curas de colegio que eran violentos en un aula, son ratejas pedagógicas pestilentas frente a humanos mansurrones como Pascal, Bohr o Feynman. Ratejas rayanas a la carcelación.
Que exista un vertedero como Sálvame, esperando a la salida del colegio de los niños, explica por qué India nos pasará la mano por la cara bien prontito. Allí, existen vertederos de mierda literales donde los niños pasan los días comiendo y currando. A la par, la conciencia que la educación es sagrada, es bien palpable allí como un indulto diario a la falta de dignidad y al sufrimiento. De la pobreza te saca Aristóteles, no Jorge Javier Vázquez, el ángel caído. Pan y circo, pan y circo instalado, mientras las hordas del mundo tienen hambre y jauría, de todo. Al final, hemos conseguido el dudoso acto de legar un futuro peor a nuestros hijos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Gandía Shore y literatura


Me limito a copiar y pegar este enlace a una muestra talentosa a raudales de literatura eléctrica:

http://blogs.20minutos.es/reality-blog-show/2012/12/17/desaparece-un-concursante-de-gandia-shore-tras-acudir-a-un-hospital/

Mi Dios


Llega un momento en que la noche está podrida de televisión, la noche común, la noche doméstica. Una época en la que uno se desentiende de sus programas favoritos, del sofá, de la luz de lámpara, y se separa del cuerpo dejando la estatua sentada.

Entonces uno recurre a la ciudad. Las ciudades se reinventaron para los inquietos, y para dar cabida a las noches extramuros.
Es más una reacción para deslentejar la vida. Los hábitos adquiridos y amados llega un punto en que fenecen, mueren sin drama, y es mejor irse de ellos antes que desprendan olor, y sepan a lentejas de rancho.

Me iré con mi señora al pueblo iluminado del norte, a observar actores de teatrillos, ver como se degradan ahora los turistas, acudir al cine, a algún concierto tañido, llama lírica en la ciudad, charlar con más almas vagabundas... A trastocar los días, cambiar quien nos acueste al fin y al cabo.

Eso de que la televisión sea gratuita no sale tan barato. La gente desconfiaría enseguida de la comida gratuita que fuese dada sin tregua en la calle, examinando el producto, testeándolo tras probarlo, criticándolo luego en tertulia vecinal y elaborando teorías conspirativas. Sospechoso, ergo presunción de culpabilidad.
Con la tele tenemos teatros, estadios, cines, conciertos, países, videntes, a un botón de distancia, y no hay que filosofar mucho para decir que cardiovascularmente la virtualidad acaba siendo un peligro. Y la verdad cardiovascular ya no es un mensaje prosaico ni poético, es la literalidad de la vida y su único mandamiento. Axioma, carcasa, origen, condición de posibilidad. Mi único Dios es mi cuerpo, mi soma, el eterno olvidado, la roca viscerada que dormita ante tanto pensamiento emanado. No debería haber más altar ni más autoestima ni catequesis alguna, más allá de la salud. Todo el embrollo vital restante, no son más que meras consecuencias.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Politicuchos embriagados


Ay qué sopor, ay qué dolor, qué tristuna humana da ver a un político acabado yendo de macrosolución y sacando pecho. Me pasa al ver a Peres Navarros, Cármenes Chacones, a las rapaces de la izquierda que parasitan el cadáver socialista. Porque los políticos se mueven siempre en las bocanadas de la proclama, para lo leve y lo grave, el político es un pobre animal que siempre saca pecho, como estereotipia, neuroticismo de raza. La neurona hipertrofiada chillando el Y tu más. Una pollarda infantil que nos cae como una de las siete plagas modernas.

A sus órdenes dedócratas el partido, se convierte en un taller costurero de terjiversación, de hacer pasar por verdad el forro girado de la realidad, porque liderar emborracha y hace extender la fatalidad.
En toda la pamema de la casta política actual, la falla abisal de insatisfacción entre ellos y el pueblo, el espectáculo circense del Congreso, el absurdo del Club-priveé del Senado... la espiral se reduce a que la igualitaria democracia sitúa en el poder también calidades medias, al panadero o al tendero disfrazados con traje y chutados de ambición. Después todo es marketing violento hasta el desguace de las urnas. Y se finiquita en un puesto en diputaciones o senados, que son los cementerios de los políticos inútiles, porque rascar el poder ya supone una renta vitalicia de monigote de partido.

Qué pereza humana despierta la fantasía caciquista de candidatos infalibles al fracaso, qué ruido hacen, y qué insulto a la inteligencia biológica más dramático.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Correrse o caminarse

El hombre es un policía del placer. El placer sexual siempre va unos metros adelante, y el resto del organismo tras él. Traemos de serie un instinto lacrado, que sólo posee un botón y medio. Suena lo que digo a toda la palabrería del pensamiento genital del hombre, pero me refiero ya al propio estrés que supura de la tiranía del instinto.

Correrse deriva meridianamente de correr, porque la obtención del orgasmo acaba siendo muchas veces una carrera, un sprint, en que parecemos ir tras otro corredor que se nos escapa, y es el propio placer, que tira de nosotros, como una liebre para un récord, y llegamos a meta infartados de sprint, y el mundo se para, pasa de un metabolismo de jauría en la selva, a uno monacal de ayuno de domingo.

Llevamos dentro un desnivel motivacional, que al asomarnos, nos lleva pendiente abajo y nos convierte en cazadores del placer o domadores del deseo a lo sumo. Nadie educa al placer con caricias, porque se enrosca entonces como una serpiente carnal. El placer siempre se ha educado con cilicios y látigos, como bestia rosa que es. Nuestro animalismo nos delata, hay que dejarse llevar por la torrentera sexual, universidad de la premura, confesarse un salido más de la lista, y que la elegancia de la sinceridad nos salve de nuestro tirano interior, al menos escuchado y no encerrado, libre de decir lo que quiera.

Y en aras de la sensualidad, no dejarse engañar por la vorágine y autopista que siempre nos ofrece, si nos tienta a perseguirlo. Luchar contra su toboganismo, siendo remolones, recreándonos en la mediatez, paladeando su impaciencia, perder tiempo a cámara lenta en esa recta final de estadio que siempre es el sexo.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Fue - Ace


Caminamos por el cementerio de un volcán, y comprendemos que el fuego comprende todos los colores que van del verde al rojo. Después todo lo que besa lo convierte en un imperio negro y gris. El Timanfaya es el reino tolkiano de Mordor, donde los hobbits no desentonarían, agrestes y con pies peludos. Timanfaya, timanfaier, timanfire.

Lanzarote ofrece un catálogo de montañas: colinas de patchwork, montes pastel, de arena de vidrio, callosas, gaélicas, azabache...
Hemos dejado atrás el monotema pelado de Fuerteventura.
La tierra parece por todos lados cuarterada, pero es llovida, las piedras cayeron para la foto, y allí se quedaron, con algun líquen y ceniza ya sólida, en el imperio negro gris.

Los pueblos canarios, trajeados para el turismo, ofrecen todos esa imagen de jardín volcánico y casas blancas, imagen fresca, adecentada, de parque, gustosa. Escena de los mejores delirios de un teutón bregando en la Sajonia.

El viajar resulta aliterario cuando no paras en todo el día y no detienes tu condición de desplazado, descolocado. Te vas dejando el papel por los sitios. Viajo acompañado, si viajas solitario, sacas seguro el confesionario porque necesitas crear virtualmente la compañía sí o sí, y el papel se convierte en una oreja difusora indefinida.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Majorero


Pasan camiones de naranjas por la autovía. El bus de las ocho no viene y yo soy un burmar flash vertical, esperando sin chaqueta el coche de línea, el trolebús, me da igual. Tal vez el conductor está liado protagonizando una novela, y esta mañana le asesinaban comprobando la bonoloto.

No. El rectángulo amarillo se acerca con el conductor sin sangre. Me meto en la estufa, de liana en liana de calor. Un avión me espera para tirarme a Fuerteventura, en una huida del frío.

Ya arrojados dunares y lunares en Fuerteventura. Mis plantas de los pies no entender. Esta mañana embutidas en calcetín nórdico, y por la tarde pisan desnudas la arena caliente. No entender. Aquí estamos con Thorsten, Klaus y quince mil compatriotas suyos, que vienen como tortugas, a morir en sus playas.

Exploramos un poco la isla donde desterraron a Unamuno, y la aridez no lo notó. La isla tiene una escasa vocación vegetal. Si pongamos, un costarricense, es llevado a visionar Fuerteventura, se quedaría ojiplático preguntando cómo han podido pelar tanta montaña de matas y descabellar todo lo verde, el cosmos rapado. Sólo desfila algún pino canario, que son los pinos llorones y afganos de los pinos. Si existe un mundo alienígena lo sería de veras si es un mundo sin presencia de pinos, porque el planeta azul está salpicado de verde pino como una presencia persecutoria.

Las Canarias es un viaje al centro de la tierra, escupido meteóricamente y puesto a secar, con sus colinas que se pliegan como la piel. Más allá de sus playas perennes, Fuerteventura es aburrida y desértica, pelada, como una isla con los efectos de la radioterapia volcánica.

martes, 11 de diciembre de 2012

La fealdad chivata


La dictatorial genética, parte en dos gajos las vidas, las de los feos y las de los guapos.

La belleza no está en el interior. Dentro hay una historia de dolor, dramática, suturada, renacida, que por venganza roba el nombre de belleza.

La belleza interior, esa sinfonía de violines que surge de una persona, sólo es mentada por seres mediocres en acto de reclamo. La belleza interior no se dice, se muestra y punto.

La belleza es exterior, lo otro se llama magia, no confundamos. No socialicemos la belleza, ni la moralicemos. La belleza es metereológica, y la fealdad también. Hay gente nevada de belleza siempre, y gente con el astro de la fealdad onmipresente. Los criadores ahogan en agua a los cachorros feos, que es la pesadilla de fondo de un feo.

Pero la vida no es tan cruel. Sería precisamente cruel si permitiese trocar la belleza y la fealdad de un polo a otro arbitrariamente. La crueldad es dramática y abisal, no paulatina. La vida deja a los feos, los gordos, los tontos, los pobres, los ilusos... -todos los clubs en que cualquiera podemos alistarnos al menos en uno-, la vida deja eso, toda una vida, para acostumbrarse. Una cadena perpetua donde el resultado de los dados se ha disuelto ya en un yo, multifacético y compensado.

Pero lo de la pancarta de la belleza interior, es moralina de mediocre, una fealdad flagrante aún no resuelta, propaganda. Se demuestra y no se titula, que es muy vulgar.

Hay que declararse de la condición de la fealdad interior, para compensar panfletos. Soy abrupto, tenebroso, despellejado, horrendo, un callo interior. Leo heteroayuda y malcrío a los perros. Soy maligno y vengo a por ti.
Y quien no tenga cintura irónica, a esta altura de los tiempos, que les vaya bonito

La falsedad de las encuadernaciones


Nadie guarda periódicos. A lo sumo las amas de casa para tapizar un suelo fregado. Los lee la mayoría más por entretenimiento que por utilizar el saber que transmiten. Y la prensa es esa fruición atmosférica entre las noticias y la gente, que sólo dura un día, como una reverberación percusionista de la actualidad.

Los libros y la literatura no distan de ser ese mensaje que se apaga para siempre. Cada año se editan miles de libros, todos con la misma apariencia y pretensión de libros, con la encuadernación standard de los tiempos. Y la mayoría son consumidos y nos entretienen, sus dos cientas páginas de promedio se leen en 72 horas o espaciadas un verano. Pero tal vez un 5 o 8 % de libros del total, gozan de una segunda lectura, siendo sepulcrados en una estantería u olvidados de título o trama para siempre. Sabemos que esos bestsellers suecos sirven sí para hacer películas, pero no para moldear vidas, aunque calcen la pata de la cama como ninguno.

Una minoría de obras llevan ahí al autor ensangrentado o ciego de lucidez, con intención de incrustarse en las existencias de los lectores y sudarle que se lo pasen bien. Obras que resuenen en los vacíos del prójimo, pringuen de grasa los sueños oficiales o estrujen de forma bella las vísceras caducas del animal social. Libros de mesita, cabecera o lugar presidencial de estantería, por si las emergencias.

Todo libro que no trasciende a la memoria, que no se incrustó nada en ella durante su lectura, es otra historia periódica más, un refresco, un snack, un gargarismo. Bien haría el mundo editorial dejando el bolsillo y su precio a los refrescos, y la tapa dura y su reserva a lo fumable. Porque hay tanto snack con apariencia y hechuras de libro, que uno lo consume, le hinca el diente, y ay el producto ya está pasao. Esos purés bastan ya para los mellados y los sin dentadura.

domingo, 9 de diciembre de 2012

La Reserva de literatura


Venimos al Paralelo al teatro por la niña. Aparcamos en el laberinto mafioso de las autoescuelas y Tráfico, el matadero de reses jóvenes condenados a suspender. Es un barrio donde no trabaja la inspiración, porque el escritor sólo copia. La literatura está toda ya hecha en las manchas faciales de los niños gorbachov, el almodobarismo ya rancio de homosexuales seniles, los turbantes sihk que irrumpen, vamos, que el escritor hace de abuelo de pueblo, y con una banqueta en la calle le basta y le sobra para hacer su obra. Es un espectáculo decadente, porque el Paralelo es la avenida de la decadencia, y sus callejas son los matices.
Nunca un monumento lo fue tan poco y significa tanto, como Las tres chimeneas de Puebloseco. No son más que una permanencia incidental del pasado, pero simbolizan la marca fabril que perpetúa al barrio. De ellas sale todo el barrio, en cuajarón, la herencia actual de lo fabril, señoras octagenarias despeinadas en camisón por el parque asfáltico, y toda la Melagonia y la Patanesia por las calles, inmigración inmigrando, zoco, medina, ciudadela, isla de Pascua, una centrifugadora de culturas frenéticas, y al final todo eso sale a la calle, con un zapato morado y una bufanda de astracán, paseando al perro que al final es lo único puramente occidental de la historia. Tres veces ya me han tocado al perro, que es como declaramos el amor los franciscanos civiles. Hasta un autóctono lleva diez minutos hablando y educando al cachorro sharpei que se le resiste. Es un distrito perruno lo reconozco, pero optaré por ignorarlo.

El ágora bajo las chimeneas, que es como una esquina, la gobierna en misa de doce este domingo, un coche de la policía cruzado, varado, en tutela de distrito.
Mis chimeneas catedralicias, el coche de policía cruzado en medio de la plaza con el solazo de las doce del domingo.
No nos hace falta nada más, ni novecientas noventa y nueve palabras.

Declaro, este nuevo Estado intraciudadano ahora mismo, donde nadie pide un pasaporte pero la psique lo requiere. Un barrio de rebotados donde se llega a parar. Y donde veo turistas de albergue y tasca, pasar las mañanas en el parque con todo el maletario por el suelo, sin hospedaje esa noche o esperando a un autocar que les llevará a Berlín en dos o tres noches. Aquí no se es vecino, se es polizón.

Este barrio es grotescamente lúcido hasta los topes. Me encuentro ahora otro monumento que clava la realidad excesivamente. Una silla de ocho metros, con foto que adjunto. La banqueta sí, el asiento para quedarse mirando y copiar el barrio en pintura o palabra.

Y me río por dentro. Sonríen mis tiroides porque se acuerdan que cien metros más abajo, tras las murallas, la ciudad dejó caer las esculturas del grotesco Botero en una casualidad jocosa y sospechosa.

Este barrio tiene un libro, y Maruja Torres no se ha dado cuenta, por Maruja, o por sus Torres. Aquí hay una disciplina estética, que se da en las clases de la calle cada día, y un otoño se esfumará como el Estado libre de Puebloseco se diluirá con los ires y venires de las décadas. Aquí hay un libro, y vendré a recogerlo, recolectarlo.











sábado, 8 de diciembre de 2012

La epifanía erótica


Y apareció Pati como un relámpago erótico en la frontera de la niñez, de esos que se desvanecen para un niño enseguida tras su epifanía, como un flash poco consciente.
Estabámos Miguel y yo a media playa, dejando los enseres playeros y tomando lugar cerca de la orilla. Cuando apareció esa femeinidad niña, promesa en un bañador de una pieza creo verde esmeralda. La aparición fue breve y se apagó al momento. Después le dimos a las palas, nos bañamos, o nos tumbamos como niños iguana en la balsámica arena blanca ardiente.

Pero esa niña epifánica, resultó ser la vecina contigua por arriba a Miguel, mi amigo-hermano desde los 3 años, mi Paul Pfeiffer. El niño vecino de enfrente, que se acababa de mudar con su familia a un piso más cerca del mar y sin jardín que mantener por sus padres ya mayores, llevándose al niño de enfrente en el traslado, pues a partir de ahora yo iba a vivir en esa urbanización más que en mi casa. Me cambiaba de barrio.

Patricia nunca me gustó de primeras. Era fea. Uno es feo o guapo en las primeras décimas, tenemos un escáner que dicta resultado instantáneamente, la belleza física suena instantánea, es un advenimiento. Lo que pasa es que hay mucho feo que se pasa la vida rebatiendo esa obviedad, maquillando la verdad, hay hasta empresas e instituciones creadas para regatear ese factum, pero uno es guapo de cojones o feo de cojones, en las distancias cortas no hay otra.

Después está todo ese periplo cuando el cuadro toma vida y la personalidad engancha o repele. Viene la matización infinita en guapotes, feotes, resultones, potentes, creidillos, barbies, kents... A mí Patricia me ganó por su descarado interés hacia mí, porque a un niño que le salgan adeptos es como si el perrito herido le viene cada mañana a lamer, y el niño lo hace suyo, lo cobija y se hace inseparable. Los primeros amores nos pueden por el cariño, como los gatos. Yo veía a Patty como me miraba, y veía unos ojos torpemente encandilados hacia mí, felices, en sus ojos saltones, y con su rasgo más definitorio acompañando, unos incisivos de conejo, que era una monería o un insulto depende del que mirase.
Era una criatura con la atención imantada hacia uno, que tiraba papelitos a escondidas, regañaba a su hermano pequeño, cupido chivato, o pintaba corazones de tiza aludiéndome, que yo descubría sin mucha dificultad en algún rincón. Me ganó, para la causa, la seguí, me hice fan de mi fan.
Yo buscaba o tendía a una niña guapa, una princesa de once años. Ella no era un bellezón, ni fea tampoco luego. Precozmente femenina, muy bien vestida, estética, a la última y en primera línea a sus diez años. Nos hicimos novios dos años, novios de mentirijilla y eternos, sin ningún atisbo oficial, todo timidez, un amor en el aire, mantenido a tientas, pasionalmente etéreo. Tan platónico que vivía dentro, y resistía los inviernos en que nos hacíamos invisibles en la misma gran ciudad, en noches que uno se iba a dormir sabiendo que por alguna azotea de ese marasmo urbano, soñaba ella. Y llegaba con ansia el nuevo verano y vería a mi prometida, que era eso lo que uno vivía sin ponerle un nombre.

Mojar los pies en el mar del amor y el erotismo, muy inalámbrico entonces. El amor a cámara super lenta, especulando amor, siguiendo una be hache a otra bh en una excursión, en un acto romántico y sabueso, con el sentimiento inflamado y la carne civilizadamente niña, la lujuria todavía grogui sin salir del cascarón. Saberse unidos todo un verano, por esos centímetros de más en la cercanía de los juegos, por la atención mantenida y renovada cada día, por las miradas turbantes que se cazaban de improviso, por ese sagrado respeto que se gestificaba en la timidez mutua y cándida. Un amor anónimo, no declarado nunca más que a notarios de tiza. Pero un amor flan, tan vivo y nervioso por su clandestinidad infantil, y su condición virgen y debutante.

Y se disipó al tercer verano tal como vino, entre el capricho y la trascendencia. A veces las historias se desvaen, se deslíen, y aquel sentimiento hinchado con los pulmones, amor pneumático de niños, acabó pinchado por mi fan, o por el personaje que yo le había interpretado.

Porque que fuese femenina y a la última, no eran ni mucho menos los dones de la garantía absoluta, y que yo le gustase tampoco desencadenaba el big bang del romanticismo, más bien de la compasión. Y el perrito herido llega un día que te la da con queso, llega un chico nuevo de paso a la urbanización y se acaba todo el juramento atmosférico y el romanticismo de marras, se hace del Betis como te destierra de los nombres de la tiza, y tú eres un parias e intuyes que no te puedes hacer fan de la fan. Porque ya es demasiado tarde, y está todo el kit estrenado del romanticismo desplegado por todas partes. Tú quieres seguir jugando, y la vida (ya no los padres) te manda recogerlo todo rápido y deprisa. Acudes al amor con una hogaza de pan bajo el brazo, rodillas peladas, sonrisa dulce y perpetua, como el que no posee ninguno de sus juguetes y los dona a todo el mundo. Acudes al amor con vocación de papanoel, y sales escaldado y trasquilado, porque el amor es un ábaco y una partida de cartas con cuentas pendientes. En que un día eres Dios, y el otro el mendigo. Y empiezan a caer en cascadas todas esas canciones dramáticas que agonizan amor, y te rebozan en el juego exagerado en el que tú sólo querías seguir juntando vías de tren. De repente lo romántico se convierte en un gran Corte Inglés, donde la gente va a escoger y probarse los amores hasta elegir el que se supone que es suyo. Cuando el amor siempre ha sido una be hache seguir a otra bh, con un helado de por medio, y sin ningún nombre que lo paralice.
El amor siempre es una especie frágil de mariposa.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Los éxtasis adolescentes


La adolescencia es una época extática. ¿Qué es el éxtasis? El niño flipa, flipa en colores, se entusiasma a troche y moche, se deprime a continuación entre mocos, todo niño es un simpático bipolar. Pero en el éxtasis el sentido ya ha dado algunos pespuntes, es un entusiasmo razonado, una ola gigante de júbilo que nos inunda con los pies ya firmes en unas coordenadas. Un optimismo desencadenado pero encarado.

No sé muy bien por qué sucede, pero en la adolescencia llegan estas inundaciones bestias de júbilo que nos sobrevienen, que son unas verbenas de la vida adulta, unas fiestas del estreno de la vida con todas sus facultades. Benditos estos advenimientos, estos fuegos artificiales previos que reciben la farragosa vida adulta como si de un festival se tratase. La adolescencia es un suavizante de la vida, así como la niñez es su corazón de felpa. Nacemos de la gloria e impulsados sobrevivimos la épica de la batalla adulta cotidiana.

Pero como de repente nos invade a borbotón toda la felicidad del mundo por un canalón de la adolescencia. Como tocamos la cima de la dicha, sin la experiencia que se nuble, creyéndola perpetua de veras. Son aquellas tardes de verano tras protagonizar el señorial acto del amor, y mojar los pies por primera vez en el océano del erotismo. Entre ninfas, hombrecitos, y corazones de tiza. O escuchando en nuestra habitación una canción en la que parecemos vivir dentro, mientras se destapan nuestras nuevas sensibilidades y facultades recién estrenadas. Inaguramos una maquinaria romántica y no nos damos cuenta. Es el romanticismo en fruición, nunca dicho o cantado, sólo consumido. Nos llenamos la carne de vida, ya mudada la atmósfera temerosa y protectora de la infancia. Somos unos corruptos de vitalismo. Por eso se nos encharcan las tardes súbitamente de gloria. Aprehendemos el milagro de la vida y la maravilla de ser humano, entre trompetas de gratuidad, con una inteligencia hambrienta y bulímica de comerse al mundo, salivando ante el festín descubierto. Y sintiéndonos directores y actores de una maravillosa película real.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Vidas Mercadona


El supermercado de logo simple y verde no llamaba mucho la atención hace unos años. Hoy, es un protagonista de nuestras vidas, un elemento costumbrista que se ha colado en nuestras biografías. Una empresa española solvente y puntera, mira por donde, también las hay. Los valencianitos tumban a gigantes como Carrefour sin despeinarse.

Nuestras casas son hacendado. Nombre bizarro y sudamericano la primera vez que lo vi, pero hoy es homónimo de calidad. Hipermercado sobrio, sin anzuelos de cartón piedra, trompetas oferteras, carnets de fidelidad, ni decorado de felicidad crepuscular. Se viene a comprar, a llenar el carro, y a sacarle 20 € al carrefour, hacendado mediante. Han inventado la mitad de precio, el descuento del 50 % por la cara. Nunca pensamos que renegaríamos de Frigo, de Danone, de Cobega, de Bimbo, de Sanex, por un tal hacendado.

Hoy somos herejes satisfechos. Esos helados magníficos a cuatro pelas, los yogures iguales a la mitad, las santas bases de pizzas de pinta y colorea, los pulpos ácidos como arañas vivas de gominola en la boca, los placeres diurnos de los españolitos, que no tienen que salir a cenar para tener una gastronomía digna. Yo pongo fijos de titular a la bolsa de espinacas, las hamburguesas de pescado, los ajetes en conserva, las galletas de queso de Kobe, el arsenal de helados, los pulpos, las bases, el macarrón rústico, el arroz tricolor, la salsa pesto, la sana longaniza de pavo, el humus para las visitas, y el kit para ahumar salmón en Navidad.

En la literatura leída del futuro, se mentará el recuerdo de las compras en el verde Mercadona, y alguno de sus productos que tiñeron nuestras vidas. Como antaño, la gente evoca el Sepu, el Pryca, Preciados, los colmados extintos. Tenemos vidas mercadona a estas alturas de siglo, y aspiramos a obtener resultados hacendados, redondos, eficientes. No me llegan folletos, ni veo anuncios, la marca no me chilla, sólo veo una procesión de coches enfilando los centros comerciales donde un logo verde fagocita clientes y de paso a la competencia.

Círculos


Esto de escribir en tabletas, es muy romano y digital a la vez.
Me he desvelado creo yo por las avispas. Mi profesión es un avispero, y las avispas son dinero. Y ayer hubo una tarde larga y trágica en que murieron muchas avispas, que ya no sé si es bueno o malo. Soy apicultor a pelo, sin traje protector, avispista. Y el espíritu de las avispas, o el espíritu del dinero, ha venido esta noche a asaltarme la dormida. Quebraderos de cabeza que tengo ganas de dejar para siempre si alguna vez me lee algo más que una minoría.

Los círculos. Buen título para un libro. Llámese a las redes que se tejen entre personas que comparten una aspiración. La circularidad alude a la dinámica que se crea, un propagarse mutuo, un colmenismo espontáneo de mente en bloque. Hay hasta círculos que publican como tales diluyendo su individualidad. La actualidad cultural es una fanfarria diversa entre grandes citas en torno a la presentación de un libro y espéctaculos anónimos de guerrilla en cada barrio. En ninguno de ellos estoy yo. Yo intento convencer a cuarenta pinos y a las olas acerca de que me publiquen, con Kobe de agente olisqueador. Me apunté en su día a la facultad pública de filosofía, me borré a los dos días, me metí entonces en una facultad enana donde las vocaciones eran microvocaciones. A modo de telescopio para superar aquella microescala oteé todo el panorama nacional filosófico, elegí ruta y camino, pero como sabéis todo acabó en una propuesta de relación homoerótica por un sacerdote catedrático de Metafísica, corrijo, la escena acabó con una imagen de mis pies en polvorosa.
Viré ya entonces de mi modus filosófico, que veía yo hiperconceptual y caduco. Hacía años que compaginaba los estudios como detective psicológico, pero hijo, de aquella facultad no se sacaba un profesor y un alumno vivos, los primeros peleados y los segundos una horda de futuros psicólogos de empresa con el humanismo bien cerrado. Tengo cierto asco a las siglas UB. El panorama se volvió desértico, y con él el habitat, así que intenté llegar a puerto, algo enfrascado en mi investigación ermitaña sobre la aplicación de los psiquedélicos a nuestra cultura. Naufragué. El barco se hundió un par de veces, y me las vi putas para llegar a puerto. Y llegas al que puedes no al que quieres. Trabajé de polizón un tiempo, como hace mucho veinteañero, y una noche entre tabernas me dieron las señas para ir a ver a un capataz holandés. Empecé en un barco y acabé teniendo mi propia flota, en una singladura de 9 años, ya sabéis, con lo de las avispas, hasta el vivo presente.

Círculos. Con las avispas olvídate de compadres intelectuales. Y con el mundo virtual de internet, en el que hay ocho cientos mil blogs piando, no me da por irme de cañas sabes. Me fui a Cuba eso sí, con un escritor de esos clásicos de la segunda división, que nunca trascenderá pero que brega y se defiende, y acabará teniendo sus ocho libros, siendo conocido en su ciudad de provincias. Pero gastaba unas ínfulas de artista consagrado y lo mandé a la mierda. Su novia, más talentosa, y maldita de ella, peleada con el mundo como vocación a los veinte años, su exnovia corrijo, fue casualmente sin saberlo la otra persona escogida la única vez que me he ido a pescar gente a la blogoesfera, para eso de hacer círculos. Pero La sardina perezosa murió, in memoriam, y si no tenía cáncer de alma estaba bien cerca la verdad.

Así que en lo de los círculos, contactos, redes, siempre he sido nulo, y continúo siendo un punto, un ermitaño, un vagabundo del mundo de las letras. Porque para colmos soy de ciencias, y mi gran referencia en el mundillo, el de he venido a hablar de mi libro, está sepultada en un cementerio de Majadahonda.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

La forja de un ladrón


La forja de un ladrón orbitaba en la galaxia de novelas de Umbral, desatendida. Su título y portada, desprendía un perfume cinéfilo que me la hacía imaginar meliflua y rellena de un galán ejemplar e insípido, pariente del melodrama. Y Estambul me la preimaginaba yo una joya artesana a la altura de Constantinopla, y luego la realidad es otra.
Me zafé del prejuicio sobre La forja, cuando hojeé el libro, vi poco diálogo y reconocí mucha disgresión umbraliana, de él, y no de ningún personaje de la ficción. Así que acometí su lectura, entre el arsenal umbraliano que tengo almacenado, y el que intento ampliar en librerías de viejo.

Entonces no me encuentro ningún galán caducado, sino al francesillo, al niño umbral de rodillas peladas, que yo me imagino como una caricatura, un muñeco con cuerpo de niño tísico de posguerra y un cabezón con melena, gafotas y foulard adosado, que es la cabeza adulta de Umbral, en mi imaginación mitológica de centauros. Por un lado el niñito como protagonista de la novela, y por el otro la Forja, que no era otra, que la época, la historia de un niño ladrón en una década en que el robo y el estraperlo era una profesión al uso, necesaria, un gremio. La forja de un ladrón, la descripción de las circunstancias que fabricaban amigos de lo ajeno desde la tierna infancia.
Pero era también una época que proyectaba ladrones amables y atractivos en las pantallas de cine, como una exculpación comunitaria por la fantasía. El séptimo arte llegaba al planeta, confundiendo con su estrenada tecnología a las censuras ineptas, y dejaba una vasta sábana de sugestión y perversión contenida, sobre las ciudades, que se iban a dormir con toda la libertad inoculada ya en sus cabezas. El viento del cine llegaba de América a una España carcomida. Umbralito iba al cine llevado por la mano de su madre, como un futuro intelectual que es sacado de la cadena perpetua falangista, por una madre de mente educadamente rebelde y tenuemente transgresora, sin hacer ruido. Su madre es aquel ángel enfermo, perecedero, que acierta con el instinto el destino de su niño, llevándolo al cine como una novia, de tú a tú, compartiendo filias maduras y nacientes, tal que una redentora que facilita para umbralito una profesión liberal (escritor o ladrón, algo autónomo o aventurero).
Y desde ese mirador ve otro mundo y otro tipo de personas, ladrones de guante blanco sin ninguna mordaza de vagos y maleantes de por medio, mujeres desacatadas que muestran su potencia e igualdad con seductores antiheroicos. Y se da cuenta que ese mundo existe, más allá del chute de la ficción. Entonces empieza su carrera con el estraperlo de pan blanco motivado por su abuela, entre el gentío del mercado. Allí esquilma reales a la abuela, y en sus soportales una doña falangista lleva al chiquillo a las garras de un viejo buja abusador, del que huye birlándole su futura arma, una pistola-encendedor platinada. Conoce al Floren, un gitano mangón, al Paco, que iba a su colegio y ahora es el rey del hampa juvenil con palacio en un solar agitanado y abandonado de la ciudad.
Alterna sus fechorías de niño ladrón, con sus primeros escarceos sexuales, pues un ladrón se salta eso de amorosos. Copula a los 14 años en la escuela republicana abandonada, accediendo por unos tablones mal puestos, con niñas también descaradas que no tienen tapujos, y estallan los corsés catequistas de la época y de las siguientes.
Más adelante prospera y diseña desfalcos de guante blanco desde su trabajo en los reaseguros y sus contactos con herederos impacientes de grandes fortunas, con alma de thriller de los cuarenta, por las descritas calles falangistas de Valladolid, entre películas de Gary Cooper y James Stewart, siempre recordando al Rayito desde su tumba llorada, su perro amado y alquilado para los atracos, degollado por el buja vengativo en la España de hambruna y de posguerra, donde "te matan al padre y te degüellan al perro".

Todos simpatizamos con el inteligente niño ladrón y sus piernas raquíticas, víctima de la época, superviviente lícito de la pobreza, afanoso y lleno de vocación. El chiquillo birlón que todos llevamos dentro se queda mirando al otro y se entienden.
Niño sin padre al que su madre enferma lleva al cine, como quien echa una criatura a la hoguera de los sueños.

San José de Costa Rica




Las calles de San José de Costa Rica eran bizarras porque debajo había una selva. Pocas veces he visto una ciudad con tan poca vocación de urbe y capitalidad. Puede que fuera un lugar a punto de ser asaltado por años de hampa y miedo callejero. Las matas de selva se asomaban por la esquina de una alcantarilla, y veían toda aquella edificación primeriza, ajada, fabril. Se confundían con un colorido desafortunado, mal escogido y pintado en la época desarrollista de la pintura urbana: azulones eléctricos, azules inflamados, amarillos opuestos... En el centro, las vistas poligoneras abundaban, nadie vivía allí yo creo, eran decorados poligonales robustos mal pintados y desconchados que justificaban una capitalidad y ya. Yo cogía ese monedón dorado de cien colones, tan grande que no puede salir de la memoria, y me compraba un helado de chicle o guanábana. Desde el primer día que llegué a San José, buscaba sus entrañas históricas, su núcleo y remedo, su encanto que toda ciudad presumida ostenta, y nunca lo encontré.
La arterial y transitada avenida segunda, era su recta caótica, el poco bullicio automovilístico que había, donde el desgraciado ambientador natural de la ciudad, mezcla de alquitrán y petróleo, era más palpable. Paralela cien varas al oeste estaba la avenida primera, peatonal, pseudorambla de los costarricenses, de zócalos presentables, breve como toda la capital. Hacia el oeste - estamos en América, los puntos cardinales aún la descubren - las calles que querían ser comerciales, pero en una atmósfera como he dicho de bajos de polígono, rastro urbano, ajado de color inflamado, jalonada por los parques-plaza, la forma torpe de ajardinar unas almas selváticas la ciudad. Hacia el sur estaba el mercado, donde la carne derretida de moscas y azules colgaba dramática y enferma.

Todo el esplendor de la capital estaba en manos privadas, en la periferia, que tenía sus Pozuelos y Sant Cugats. América nunca ha sido una apuesta pública, sino una apuesta privada. Lo de urbanizar la selva siempre fue secundario, un puesto administrativo, en medio de una tierra que explotaba vegetación sin quererlo. El tico es un selvático, casi la ciudad era una pedanía del aeropuerto y un rebotar de la centralidad. Y como América también es esa carrera por acumular patrimonio, los perdedores se quedan con la capital fea y desfasada, con todo ese barraquismo periférico omnipresente, siempre enrejado y amenazado como la casa débil de los tres cerditos, porque en Costa Rica las alarmas y las rejas son un negocio para prosperar. Las mansiones y millonarios hacen sus guetos, al revés que en Europa, en Escazú o Santa Ana. América es una aventura privada, o piadosa, depende donde te toque. En San José sólo quedan reductos de un esplendor comunitario cuando la ciudad empezaba, se esbozaba, en su gloria cafetera: el teatro nacional, el gran hotel Costa Rica, el museo nacional... cuerpos sumidos en el mapa degradado, insuficientes, escondiéndose. Todo el romanticismo se va por las alcantarillas, y se recicla en la selva, el protagonista del país, la estrella, frente a la presencia tan terciaria de la capital del país, accesoria y prima fea.

martes, 4 de diciembre de 2012

La noche es una altura


No hay nada en la tele, la dejo encendida, pero muda, dando sonido negativo a la casa. La noche es una altura. La mañana es bajamar, la noche es alta mar, pleamar.
El silencio en la noche invade de paz la casa, en cambio por la mañana ese silencio es angustioso, por toda la adrenalina a gastar, el día grandón y espacioso es todo vacío. Las mantas sordas y peludas acolchan la noche, el territorio vetado a los niños, que mueren once horas con la cuerda apagada. El fuego del sueño empieza a arder, su humo en cualquier momento nos desconecta al vigía y nos mete a hibernar, fritos, rendidos. Es el proceso de apagado, antónimo y antípoda del proceso de encendido al otro lado del muro del dormir.
Ahora la percepción se vuelve blandengue, la mirada de chicle, los ojos más salados y ganando densidad, cemento tierno de carne, se hinchan hasta pulsar el interruptor. La conciencia se suspende, se aplaza. Quedamos desenchufados. El sueño vence, es un destino letal. Una sartén de diez mil kilómetros de diámetro. La realidad se torna una estrecha ventana blanda, una voluta de humo inconstante, hasta que se apaga todo. Cada día plego de la vida a las 11.

Zapear es procrastinarse, fumarse el tiempo. Yo lo hago mucho. Una sabia procrastinación es una vida también digna. A veces me acerco a eso. Las noches son más confesionales que las mañanas, ya de por sí diáfanas. Al amanecer el cuerpo se ve forzado a hacer creer que hace algo. Los objetos y muebles de la casa de noche están enpijamados, al despertar también ejercen, entonces sugieren, incitan, se quitan su lámina pijamesca de oscuridad.
Batín y aposentos son palabras consecutivas. Dichoso el que hace una cueva de ropa y se siente oso afelpado en su hogar. Edredones, albornoces, mantas, batines, zapatillas mullidas, la vida feliz de un oso humano de felpa.

Qué bien va para un escritor la prótesis del ruido obligado, qué bien se escribe en conferencias que no nos importan nada pero que impiden levantarnos. Ese ruido obligado, constriñe el albedrío de la inspiración, siempre demasiado ambiciosa e interestelar. La reclusión conferenciante, ese espachurramiento letal contra el aburrimiento, enseguida pone a la inspiración a pedalear, vehiculada, acotada por un tubito por el que fluye constante y alivia la desazón existencial en la perorata, el rollo.
Inspiración hay, siempre, pero muchas veces demasiado voluble, libre y cómoda, sin que ninguna situación la coja de la oreja ni la putee. Necesita ver que la aniquilan, como en la condena del sermón, y entonces acosada, se escapa por las rendijas de la reclusión y es una emulsión fluida y justa que virtualiza constante la escritura.

Post de madrugada


Las farolas y la piscina hacen de cinematógrafo que proyecta la película de las aguas sobre el edificio de enfrente. Es noche cerrada. Una cocacola ha sido el pasaporte que me ha llevado aquí, a este claro de la noche, soy un niño sensible a la cafeína. En horas como ésta se deciden los días, los directores generales se levantan, los revolucionarios conspiran, los locutores encienden las ondas, los mariscales inician los ataques. Tal vez algún día nos despierten los jenízaros y se nos caiga muerto el cepillo de dientes al suelo.

Todos los animales están trajinando en el bosque, la selva o la estepa. Desprecian el día y se lanzan a la aventura cerrada de la noche. Los bosques trabajan cuando los hombres duermen, y se dan escenas sanguinarias de caza censuradas por la oscuridad. El mundo opuesto al hombre no es el alienígena, es su hábitat abandonado en los siglos, el de la laboriosidad nocturna, el de la oscuridad impenetrable, la trampa forestal de árboles apagados y bestias que parecen tener mil dientes.
Que levante la mano quien se atreva a atravesar una selva de noche. Sin pañales, para dudar si cada silueta es una bestia homicida, presentir un ataque cada vez que tu pisada es un chasquido de hojas que te vuelve a delatar, no saber si ya tendrás un escorpión subiéndote por las botas, o ignorar si el ruido constante que te rodea contiene tres serpientes a punto de ser pisadas.
Alguna tribu debe tener un rito iniciático que criba a los adolescentes haciéndoles pasar un tránsito de noche en la selva, con el listón de la mortalidad.

Nuestro rito iniciático hoy es no deprimirse encontrando trabajo después de haber prometido el oro del moro y estar mejor preparados que nunca.
Es muy buena hora ésta, para convocar una reunión trascendental, de selva. Invita a la asamblea. La primera vez que tuve que reunirme conmigo mismo, el congreso de uno de 1994, lo hice de noche. Recuerdo, y al hilo de ayer, que al iniciarse el julio de aquel año, me había congregado para repasar por mí mismo, toda la programación religiosa que me habían introducido en Maristas. Era una reunión trascendental, así que me dio por hacerla en noche cerrada. Creo que duró un par de semanas, tenía yo 17 años, en el pueblo de los veranos de mi infancia, leyendo en la terraza que veía el mar a lo lejos. Y sí, fue mi rito iniciático voluntario.

Durante aquel año de tercero de BUP - pues qué son los años de un niño, sino las marcas de los cursos que pasa - me empezó a salir la racionalidad, como antes me habían salido el bigote, las patillas, y el pavo que me hacía comprar camisas de cachemir. Fue también el año que Gemmita me dejó, tras 5 meses de eterno amor, y empezaba una nueva asignatura, rara avis en un colegio, que se llamaba Filosofía. A la vez entrenaba seis días por semana en un equipo semi-profesional de baloncesto al que fui a caer más que ir a buscarlo. Tenía poco tiempo. Y la racionalidad, una especie de molleja que iba apareciendo y me iba creciendo, no paraba de hacerse preguntas trascendentales que nunca se había hecho. Era tanta la acumulación de cuestiones, que yo, muy ordenado, decidí desplazar todo ese aluvión filosófico al verano, el tiempo opuesto a la vida corriente, cuando todas las ocupaciones cesaban, regresábamos al paraíso perdido del sol y el desnudo, y me podía dedicar a perder el tiempo y a las niñas, dos cosas que no había en Barcelona.

Como un anacoreta nocturno escogí una serie de lecturas sobre las cuales yo discernir lo que buscaba: saber hasta qué punto lo que me habían enseñado y adoctrinado me parecía cierto, y a partir de ahí sustituir lo que no me convencía por certezas propias, talladas, encontradas. Básicamente tenía manuales de filosofía, a los que yo iba dando vueltas. Creo que por alguna carpeta de casa de mis padres yacen los apuntes que iba formulando. El hueso a roer era la filosofía cristiana, la fe me la pasaba yo por ahí, no había venido al mundo para abrazar por miedo un salvavidas sentimental que me solucionase mi angustia vital (estas cosas las interpreto ahora). En aquella mi terraza, entre pinos, con mis padres durmiendo, el pueblo veraniego de fiesta, el mar bebiendo alcohol en copa lentamente, y todo el fragor del verano ya presente, aprobé y me convenció esa filosofía teísta, aristotélica y tomista, que sensatamente ve un cosmos demasiado regular y ordenado para que haya brotado del azar. Concluí refutando que fuera necesario, ese recurso de las religiones de hacer venir un enviado a la tierra para repetir todo ese mensaje diseminado en la naturaleza, propio de un demiurgo chapucero que se queda sin cobertura en la Creación.
A Nietzsche lo leí por vía indirecta, y queda en la biografía-ficción que hubiese pasado si me aboco a un libro suyo y me arrojo por sus páginas.

Dos días antes estaba en Tenerife de viaje de fin de curso. El Mundial de fútbol de Estados Unidos transcurría paralelo. Algún colega del verano llegaba y dábamos una vuelta por nuestras calles sagradas adolescentes. Había parado todo el cotarro del colegio, pero la vida de un niño de 17 años se alternaba con un acontecimiento inteligente, estúpido, y singular, para un adolescente de esa edad. Una de esas noches, bajé a leer al paseo marítimo, en su parte más deshabitada, y me topé con el hermano de un amigo que volvía de fiesta. Se quedó a cuadros cuando me vio con un libro de filosofía a las 3 de la noche. Años después le confesaba a una amiga mía, "ha de haber gente así".

Si me diesen la oportunidad de volver a ese julio de 1994, me dedicaría a otra cosa, me dedicaría a dejarme violar por esas tres teutonas espectaculares en top-less, una de ébano y dos rubiazas, que a sus 16 años veraneaban en mi pueblo por primera y última vez, y que se habían dedicado a mirarme y preguntar mi nombre mientras jugaban con la pelota en el mar. Yo estaba en mi esplendor estético, con los 6 entrenos de baloncesto por semana, pelo en la cabeza, y aparentando veinti tantos con mi pubertad precoz. Tenía la molleja llena de filosofemas, veleidades académicas, entelequias etéreas, y no rematé la faena, pese a que tengo grabados, cosas de la vida, los cuerpos y faces de esas tres ninfas venidas del infierno que algún diablillo instaló en mi playa para deleite de todo el personal veraneante. Una noche me escapé de mi celda escolástica a regañaesquemas, y me acerqué a la zona nocturna, en una primera demostración de cual es la verdadera fuerza motriz de un hombre. No las encontré, o las perdí, o se fueron a la discoteca del fin del mundo, no lo recuerdo bien. Pero a partirde entonces me volví un tipo demasiado consecuente. No únicamento me había creido un cuento, el de la fe, sino que ahora estrenaba creencias lucientes y coherentemente me disponía a un actuar acorde. Acabé estudiando filosofía como primera opción universitaria, iba lanzado. Yo muy responsable, me pasé el año preparándome, revisando esa elección creía yo tan trascendente. Paseaba en mi aliado pueblo, reflexionando con la molleja nueva, ya gigante, y me cercioraba que escoger filosofía frente a medicina, era lo que debía hacer. Estaba más convencido que calleja. Era míster sobresaliente, así que la precariedad de las salidas, me importaba poco, y tener dinero nunca me ha preocupado mucho.

Y en COU nos pusieron niñas. Los frailes, se saltan su teoría educacional, cuando pueden recaudar lechuguitas frescas trayendo las niñas de otros colegios al COU. Con el COU se acabó mi colegio, no al terminarlo, sino al empezarlo. Treinta zambos domesticados por la presencia de criaturas femeninas inhóspitas. Un curso entero de preparación universitaria, ocho meses, cuando con dos había de sobras. El COU era una pamema, una traición a los alumnos que habían bregado once cursos en la institución. De 3 clases se pasaba a 6, la mayoría de colegios no se atrevía a hacer un COU porque sabían que no servían comida en condiciones. La selectividad era la tirana de aquel sistema educativo que empezaba en EGB. Muchos colegios ofrecían un nivel light durante once años, o no cargaban las tintas o no querían cargarlas. La selectividad no obstante, hacía que la letra con sangre entrase. Total, que acudían hordas de bachilleres a la escuela top del distrito a hacer su COU, y perecían evaluación tras evaluación, en un desnivel ártico estresante. Los locales, los de toda la vida, ya estábamos puteados a esa exigencia común, y COU nos parecía un frenazo en la cúspide que no entendíamos.

Y la relación con las niñas era muy civilizada y eclesial, casi de raya en el medio. Quiero decir que sólo algún pagano exprimió esa venida de los ángelus femeninos, y zarandeó alguna tarde con lo orgiástico, más allá del ánimo verbenero común. Yo seguía muy enfrascado, en mis trece trascendentales, racionalista, me imagino yo con el ánima insegura de un niño. Iba yo como aún un rizo más responsable, con mis creencias propias a estrenar, y chica que me atraía chica que pasaba por el sedal filosófico, y era evaluada como una candidata a modelo aristotélico. Ninguna ganaba el certamen.

Todo se volvió muy planificado, tiralineado, hasta aprendía alemán. Todo yo muy responsable, empollón, post-cristiano, como un siglo XX. Era una persona carismática, que seguía reuniéndose consigo mismo y cada vez improvisaba menos cosas. Como si hubiera pasado a tener unas gafas de la razón, y a partir de entonces miraba el mundo siempre por esos anteojos. Antes miraba el mundo a pelo, sin gafas, y no había acusado ninguna miopía. Existe una teoría subyaciente, nunca rescatada en serio, que alude a los efectos de la toma de barbitúricos desde los 13 años, por un ataque epiléptico aislado, repetido a los 16.
Como en el siglo XX, las grandes guerras estaban por venir (continuará...)

lunes, 3 de diciembre de 2012

Escuelas silvestres


La época en que fui un niño católico. Que suena a catódico, a criatura que ha ingerido unos polvos y le han alterado la función urinaria. Católico.
Nuestro buche del pasado, es una masa ingente de episodios mediocres, el pasado de toda persona está lleno de vivencias a peso, rutinas, grandes trayectos errados.
Aderezados sí, con alguna andanza novelesca e historias dignas de ser relatadas a pelo, sin la modificación que un ángulo de vista acertado les da, ya reinterpretadas desde la sabiduría y la inspiración.

Esa masa de vivencias banales, insípidas a solas, está llena de rutas interpretativas que las ensartan con un eje de vivencias y las iluminan, es el corta y pega de las memorias, que pone en una misma caja los extractos de escenas seleccionadas para que obren la magia juntas, siendo los renglones inteligentes que explican aquello que uno es. Por encima de toda la hojarasca existencial que confunde siendo el relleno o rellano de nuestras vidas.

Escribir unas memorias no es hacer una cronología barata recitada. Es irse de excursión por el pasado, con una ruta inspirada, de gozne a gozne, hilando la estructura de uno, de planicie a desfiladero, mostrando la cueva-refugio de siempre, recorriendo la dramática orografía que nos ha transitado por dentro.

Fui un niño católico. Un niño llamado a la trompeta casi militar del Bien. Somos un surco de un estilo educativo pegado a la columna vertebral para siempre. En la España, aún oscurecida, de los ochenta, todavía tenían las riendas personajes autoritarios, con tics déspotas, con la suficiente mala leche para no encarnar la generosidad del relativismo. El Bien era la gran lavadora de todo un Régimen, de un tipo de personalidad, la gran purga de tanto empacho despótico y cruel. Llenarse la boca de Bien parecía higienizar y dotar de autoridad para ejercer luego la crueldad, en una verdad maniatada con fórceps. Estaba el tirano religioso, que impune era la fuerza desbocada que regía las instituciones, y luego estaban los mansos religiosos que participaban de ese proselitismo, pero la vida no había sido tan perra para ellos como para afirmarse con violencia.

Y allí llegábamos los niños con zapatos de velcro y mejillas sonrosadas, a alcanzar a beber a las fuentes del patio de puntillas, y también bebíamos todo ese brebaje religioso que nos daban para desayunar y merendar. Y los que sacábamos buenas notas también nos aplicabámos en eso del crucificado, los mandamientos, el pecado y la culpabilidad, saliendo excelentes creyentes y practicantes, hasta que un capote del cerebro adulto nos descabalgase de esa singladura. Al fin y al cabo nos hablaban del Bien, aquello que también pregonaba mamá en casa, y nos concordaba esa gratuidad del cristiano con nuestra gratuidad de niños, y cierta necesidad responsable de agradecer semejante chollo - aquellos partidos eternos de fútbol en el patio, colmo de la felicidad -, el poder venir a la vida a jugar sin cesar como cachorros.

Después ya le ponían una marca y un precio a todo eso, cristianismo y culpabilidad, que para nuestro cerebro infantil era una historia plausible más, nada sospechosa de ser falsa, porque todos los cuentos para un niño existen como para un novelista adulto todas sus ficciones resultan plausibles. El mito tolerado por los niños, ya era institucionalizado, y eso ya es una cosa de mayores, con sus dogmas, jerarquías, concilios, ministerios, cargándose toda la poesía y la mística de la vida. Ya éramos niños alistados en una fe, teniendo que interiorizar artículos y mandamientos, contaminados de burocracia, controlados por un espía interior inoculado, que era la Culpa. Porque el creerse superior (desde el puro complejo) al inventarse estar tan próximo a la idea absoluta de Dios, parece que autoriza a unos tipos a promover la violencia psicológica que es inocular la culpa dentro de cada feligrés, para tenerlo controlado y en parte teledirigido con una doctrina. Sólo eso explica hijos míos, el ánimo palaciego de la jerarquía eclesial.

Quiero para mis hijos un colegio silvestre. Una educación donde la naturalidad y el descubrimiento estén por encima de cualquier control ideológico y programación previa. Un patio sin miedos donde se enseñe que la línea más recta para llegar a desarrollar el talento, es el afecto, el arte y la poiesis. Un proceso que reviva y recorra como la empresa científica y la filosofía se han zafado de las garras ansiosas de la fe durante tantos siglos. Una hoguera para los cilicios, los látigos, la Inquisición, y nuestro nacionalcatolicismo que nos preceden. La historia con colores que surge tras nuestra historia negra.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Marketing literario


El artista tiene un marketing lícito y no pervertido. Puede regalar su libro/obra como quien regala su pan a un círculo reducido de gente. Más que círculo, ese reguero generoso debe intentar describir una trayectoria perfecta, una especie de circuito de ciencias exactas en que los nodos-destinatarios se transformaran en apóstoles. Gente que por uno u otro motivo utilice sus ojos para devorar la obra de uno, a dentelladas, con impaciencia mórbida, y que epatados, convulsionados o infectados, verbalicen sin medida luego el síndrome del que han sido presa. Un libro que arrebata se convierte en síndrome, traspasa la cinestesia, y de alguna manera penetra en la carne.
Nodos-destinatarios que jamás nunca pensasen que existiría un libro así, nodos que de pronto encuentran al hermano que nunca tuvieron, nodos pasados que te conocieron y reconstruyen tu yo desde el libro y dan cuenta de un mundo ignorado que les abrazó, nodos estratégicos desde los que avisas que has llegado y que vienes para quedarte.

Luego está la ardua tarea de buscar el aliado, de ponerle voz física a tu mensaje leído, quien va a reclamar para ti un espacio, quien va a permitirte ser alguien y vivir de esto. Aka editor barra agente. Mínimo tendría que haber una comida de por medio, ver como deglute, como se limpia con la servilleta, como amortigua los eruptos, hasta como reacciona tras pronunciar eses sibilantes. Cerrar los ojos como un ciego, y escrutarle, rascarle el alma, calificar el tipo de sombra y alquitrán que guarda su condición de criatura humana. Y después cuatro o cinco comidas más, que al final él va a ser el mercader, el tendero de mi obra, y sí, se llega a un aprecio o desprecio matemático como en todo, que se le llama precio, y hablar mucho de ello sólo tiene sentido con un matemático, no con un lector de lectores emocionado. Porque creo que al final menos de un 10 % de lo parido se reconoce como tu mérito, y tampoco veo que a mi madre le llegue un cheque, ni a los jardines, ni a mi señora, ni a mi escuela ni nada. La cuestión es infiltrarse en la feria literaria y una vez tomada ya se encargará el hijo puta que llevo dentro de no callarse ni un adjetivo ni una metáfora esclarecedora. Me llevaré conmigo al empresario que fui, al tendero que acuñé, y todos los yos sidos y por haber.
Es más, relataré aquí mis aventuras y desventuras en despachos de agentes literarios y editoriales. Así que más pronto que tarde, os cuento mi historia de la venta y transacción de mis palabras...

sábado, 1 de diciembre de 2012

Mossèn Via


Hoy ha muerto Josep Maria Via Taltavull, murió hace un año y cinco días, pero hoy muere para mí porque me entero google mediante. Es un tren perdido en mi vida, siempre me quedaré con las ganas de recontactarlo, de irme a charlar con él y ser confesores, de hacer una tesis espontánea sobre su figura, carisma andante, genio ágrafo, motor puntero de la intelectualidad del siglo XX.

Es el único genio que he conocido, que he tratado, requete-escondido a nivel social por ser ágrafo, ni ostentar cargos. Evocar sus clases, todas espontáneas, sin ápice de repetición, bajo ningún guión jamás establecido, me deja claro que era una intelectualidad capaz de atravesar cualesquiera capas de complejidad a la hora de esclarecer un tema, era sólo cuestión de quererlo. Su lanza llegaba al fondo de todo si hacía falta, era un pensamiento sin limitaciones, capaz de resbalar por la hierba de la superficie, jugar con ella, y en dos segundos penetrar el núcleo magmático del ser humano, y coser todo ese descenso con hilaturas poéticas y provocar la carcajada de un aula poseída. Mossèn Via era un mago, el Via era único.

Tras el examen final sobre el libro de Gevaert en su despacho, lloré en el ascensor. Lloré porque me asaltó con un examen anárquico, porque aquello era más una charla de bar que un examen de listón alto al uso, y rompió todas mis caderas rígidas, programadas, de niño filósofo a los 19 años. Me puso un 9 que para mí hubiera sido un triste tres.
Ese año todas las esquirlas de mis caderas formadas en 19 años resquebrajándose, se me clavaban en el alma y pasé moribundo parte del año. Lo fui a ver como quien va desahuciado en la Uci, con su intuición a consultar alguna fuerza chamánica, al sabio de la tribu. Me dijo que confiara en un resorte mío que él veía, leyó un texto que hice sobre la filosofía de Machado, y empezó un apadrinamiento, que se fue diluyendo, más por mi parte, enfrascado en otras aventuras intelectuales alejadas de la filosofía pura, en medio de los episodios biográficos de los 20 años, que son todo menos un camino recto.
Nos veíamos ya en cuarto curso por el claustro, en mis idas y venidas de la facultad de Psicología a la de Filosofía, y me preguntaba cómo me iba chico de los apellidos largos: en un intercambio críptico, yo le daba mis coordenadas filosóficas del momento, y él me daba su visto bueno y una advertencia con muecas.
Aquella fue tal vez la última interacción juntos, hará 14 años.

Desde entonces siempre tuve el deseo vago, pero deseo, de ir a verle, y continuar nuestra errática fraternidad, intuyendo que teníamos mucho en común: la rara comunión entre dos intelectuales raros. Me enteré que había sufrido embolias, casualmente compartíamos otra cosa, el mismo médico con cara de ángel. Me imaginé llevándole a pasear cuidándolo. Cuando me apunté a intentar ser uno de los mejores daytraders del mundo, pensé que una futura condición económica holgada me permitiría escribir un libro sobre él como premio. Esta mañana tecleé en google una prospección más para esos planes, pero...
Los años fueron pasando y al final he cateado para siempre esta asignatura pendiente que hoy sí, es una espinita clavada. Espero solventarla con los años que me quedan, recordarlo con personas que le conocieron, ir reconstruyendo su figura oculta a todos de alguna manera, hacer justicia a tanto bobo conocido y tanto genio Via por conocer, homenajear a aquel intelectual que me encandiló para siempre una mañana de septiembre del 95, e hizo que no me borrara de otra facultad de Filosofía la misma semana.